Las pensiones públicas son un fraude piramidal digno de las más perversas maquinaciones de un estafador como Bernard Madoff. En otras ocasiones ya hemos denunciado la insostenibilidad del sistema en un contexto demográfico adverso o la injusticia que supone tanto su contribución obligatoria cuanto que las pensiones estatales (a diferencia de las privadas) no sean transmisibles a nuestros herederos (sólo lo son, y muy parcialmente, a través de las pensiones de viudedad u orfandad). Pero las injusticias no terminan aquí: otro grave defecto de las pensiones públicas es que resultan incompatibles con la percepción de cualquier ingreso laboral, esto es, una persona que decida seguir trabajando a partir de los 67 años no tiene derecho a disponer de las rentas por las que ha estado cotizando obligatoriamente durante toda su vida laboral previa.
Esta misma semana, la prensa española se ha hecho eco de las inspecciones que la Seguridad Social está realizando a varios escritores que continúan publicando libros y cobrando derechos de autor tras la jubilación. La persecución de los organismos del Estado contra estos ciudadanos no está resultando anecdótica: por ejemplo, al escritor Javier Reverte se le ha retirado su pensión pública y se le ha impuesto una multa de 127.637 euros. Ahí es nada: todo ello por seguir escribiendo y publicando libros mientras cobraba una pensión no de carácter asistencial, sino contributivo (es decir, no una pensión que se percibe por declarar la inexistencia de ingresos suficientes como para mantener un nivel de vida digno, sino una pensión que deriva de una contribución obligatoria durante toda la vida laboral que supuestamente daba derecho a ella).
Es verdad que la versión del Ministerio de Trabajo es ligeramente distinta a la que ofrecen los escritores afectados por las inspecciones: los derechos de autor no son incompatibles con la pensión pública, pero los ingresos derivados de las campañas de promoción de un libro o de las conferencias vinculadas al mismo sí lo son, y gran parte de las rentas de estos escritores están vinculados a estos últimos rubros. Pero semejante matización no afecta a la cuestión de fondo: la injusta incompatibilidad entre las pensiones públicas y las rentas del trabajo; esto es, el chantaje estatal a los jubilados para que abandonen cualquier actividad profesional remunerada so pena de verse privados de las rentas a las que presuntamente tenían derecho.
Comparen, si no, esta antinatural organización de las pensiones públicas con el mucho más lógico comportamiento de las pensiones privadas. En un sistema privado de capitalización, el trabajador va ahorrando e invirtiendo una parte de su salario en diversos activos patrimoniales (en el sistema público, ahorra e invierte en la Seguridad Social casi el 30% de su salario, importe sustraído por las cotizaciones sociales). Y, a su vez, las rentas que generan esos activos patrimoniales (dividendos, intereses, plusvalías, alquileres…) también las va reinvirtiendo en adquirir una mayor cantidad y variedad de activos patrimoniales. Llegado el momento de su jubilación, el trabajador pasa a vivir de las rentas que se deriven de los activos acumulados durante toda su vida laboral: de los dividendos de sus acciones, de los intereses de sus bonos o de los alquileres de sus inmuebles.
Pero ninguna de estas rentas resulta incompatible con que, a su vez, el jubilado continúe desempeñando algún tipo de actividad laboral. ¿Se imaginan que Telefónica pudiera negarse a pagar dividendos a aquellos de sus accionistas jubilados que obtuvieran rentas laborales? ¿O que los inquilinos de un inmueble pudiesen dejar de abonar el alquiler a su arrendador si éste, una vez jubilado, continuase trabajando a tiempo parcial? A buen seguro tildaríamos tales decisiones unilaterales de arbitrarias, injustificadas, discriminatorias e injustas. Pues bien: eso mismo es lo que hace impunemente el Estado con sus pensiones contributivas. O te quedas quieto o no las cobras. Pero ¿por qué no pagar al Estado con su misma moneda, es decir, “si no cobro, tampoco cotizo”? ¿Por qué no permitir a aquellos que prevean seguir trabajando después de los 67 años que renuncien a su pensión pública a cambio de dejar de cotizar hoy por la misma?
Ciertamente, uno podría alegar que a la Seguridad Social no le queda otro remedio: que, habida cuenta del negro panorama al que se enfrentan las pensiones públicas, es imprescindible restringir su cobro a quienes verdaderamente lo necesiten, esto es, a quienes no posean fuentes alternativas de renta y, muy en particular, de rentas salariales. Pero si ello es así –y, por desgracia, todo apunta a que lo es–, entonces al menos digamos claramente la verdad: las pensiones públicas son una estafa insostenible en la que el Estado nos ha obligado a meternos de lleno. Muchos intelectuales que apoyaron, y siguen apoyando, este perverso esquema estatal ya están comenzado a descubrirlo en sus propias carnes.