Una de las pulsiones más instintivas del ser humano es la de intercambiar cosas: “yo tengo esto, tú tienes aquello, lo intercambiamos y los dos salimos ganando”. Cuando ese intercambio se profesionaliza hablamos de comercio: una ocupación especializada en comprar a unos y en vender a otros para que ambo —comprador y vendedor— obtengan aquello que buscan. Pocas actividades pacifican y estructuran más una sociedad que el comercio: cuando las personas —de cualquier país, religión, etnia o ideología— descubren que pueden alcanzar sus fines cooperando económicamente en lugar de matándose, esclavizándose o expoliándose, la armonía social florece. El comercio no embrutece: civiliza.
Pero la muy digna actividad comercial no está libre de generar enemigos, tal como ha documentado enciclopédicamente el filósofo español Antonio Escohotado: por ejemplo, el socialismo de corte marxista siempre rechazó organizar la producción en torno al libre intercambio de mercancías. Al contrario, el comunismo aspira a erradicar y superar el libre y voluntario comercio burgués del do ut des para reemplazarlo por la (sumisa) colaboración comunal donde cada cual aporta según sus capacidades y recibe según sus necesidades. En la actualidad, no puede decirse que haya partidos verdaderamente marxistas en nuestras instituciones políticas: ninguno de ellos —al menos de manera declarada— aspira a encabezar una revolución dirigida a abolir la propiedad privada y el comercio. Sin embargo, los clichés ideológicos heredados del marxismo sí inspiran las decisiones de muchos de nuestros mandatarios: no ya por considerar que toda propiedad de los españoles se halla potencialmente a su servicio, sino también por estigmatizar, perseguir y restringir la actividad comercial. Así, el Ayuntamiento de Valencia acaba de enterrar la (ya de por sí limitada) libertad de horarios dominical en la capital levantina. Los muy concluyentes argumentos del alcalde Joan Ribó o de la vicepresidenta valenciana Mónica Oltra han sido que “los domingos son para ir a la playa o a pasear” o que “no hay que ir a comprar todos los días”: pura inquina anticomercio.
Como si comprar todos los días fuera algo negativo a suprimir o como si acudir a la playa fuera más ennoblecedor que entrar en un centro comercial; como si nuestros prejuiciosos políticos tuvieran derecho a prohibirles caprichosamente a una persona comprar y a otra persona vender cuando ambas están de acuerdo en hacerlo. No deberíamos consentirlo.