Suele afirmarse que el 30% de la población española vive en situación de pobreza, pero se trata de un dato tergiversado: según el INE, el 30% de la población española vive en riesgo de pobreza, que no en pobreza. La diferencia no es minúscula: quien se halla en riesgo de pobreza corre el peligro de terminar siendo pobre, pero todavía no lo es.
Para conocer cuántos pobres hay en España —más allá de la tan aireada como manipulada cifra del 30% de los ciudadanos— debemos comenzar por definir a efectos estadísticos ese concepto. Partiendo de Eurostat, podemos definir como pobres a aquellas personas que padecen una “carencia material severa”, es decir, aquellas personas que no pueden permitirse cuatro de los siguientes nueve gastos: 1) el pago de la hipoteca, el alquiler y otras facturas como la electricidad o el gas; 2) una semana al año de vacaciones fuera del hogar familiar; 3) consumo de carne, pescado, pollo (o su equivalente vegetariano) al menos una vez cada dos días; 4) hacer frente a imprevistos; 5) teléfono fijo o móvil; 6) televisión en color; 7) lavadora; 8) automóvil; 9) temperatura adecuada en el hogar (tanto frente al frío como frente al calor).
En 2014, el 7,1% de la población española sufría carencia material severa, esto es, 3,2 millones de persona no podían afrontar el gasto representado por cuatro de las nueve rúbricas anteriores. Se trataba de la mayor cifra de toda la crisis pero, en todo caso, se ubicaba muy lejos de ese canónico y falaz porcentaje del 30% de toda la ciudadanía (más de 12 millones de personas).
Hace unos días, Eurostat publicó los datos de carencia material severa correspondientes al año 2015 y en ellos se aprecia la mayor caída en esta tasa de pobreza desde que arrancara la crisis: en concreto, el porcentaje de personas que sufren carencia material severa se redujo en España desde el 7,1% en 2014 hasta el 6,4% en 2015, lo que significa que más de 250.000 personas salieron de la pobreza el año pasado. El porcentaje de personas que sufren graves carencias materiales en España (el 6,4%) es muy inferior al de Grecia (22,2%), Italia (11,5%) o Portugal (9,6%) y no está extraordinariamente alejado de la de otros países europeos como Reino Unido (6,1%) o Bélgica (5,8%). Un dato que, acaso por proporcionarnos una buena noticia (la tasa de pobreza se redujo en 2015 al mayor ritmo de toda la crisis) ha sido ignorada por la mayoría de medios de comunicación.
Mas no deberíamos sorprendernos a propósito de esta evolución de la tasa de pobreza. El número de personas pobres guarda en España una estrechísima relación con el número de parados y de contratos temporales (la tasa de riesgo de pobreza entre los parados sextuplica la tasa de riesgo de pobreza entre los trabajadores indefinidos), de manera que si el volumen de empleo fijo crece —como sucedió de manera muy significativa en 2015—, la tasa de pobreza tiende a reducirse. Y eso es justo lo que sucedió el año pasado.
Todo lo cual, por cierto, debería contribuir a reafirmarnos en cuál ha de ser la estrategia con la que continuar minorando unas cifras de pobreza aún demasiado elevadas: facilitar la creación de mucho más empleo de mucha mayor calidad. Y para ello resulta imprescindible una liberalización mucho más profunda del mercado laboral, así como una reducción del enorme peso que exhibe el Estado sobre nuestras vidas. Lejos de apostar por una intensa redistribución estatal de la renta articulada mediante sangrantes y devastadoras subidas de impuestos, debemos combatir la pobreza de un modo mucho más elemental: potenciando la generación de riqueza.
Un poco más libres
La Fundación Heritage, de la mano del think tank Civismo, acaba de publicar en España su conocido Índice de Libertad Económica. Se trata de un ilustrativo indicador que nos informa sobre el grado de apertura de las distintas economías mundiales. El índice muestra una correlación inequívoca: los países que exhiben una mayor libertad económica son también los países que disfrutan de una mayor prosperidad. No se trata de una feliz coincidencia: cuanto más simples y transparentes son las leyes, cuanto más reducidos son los impuestos, cuanto menos intrusivo es el gobierno, mayor es el dinamismo inversor y empresarial de una sociedad. En este sentido, que España ocupe el puesto 43 en este índice debería preocuparnos: es verdad que nuestro país avanza seis posiciones con respecto a 2014, pero todavía estamos peor puntuados que en 2012. Si nuestro país aspira a ser tan rico como Hong Kong, Singapur, Nueva Zelanda, Suiza y Australia —los cinco países económicamente más libres del planeta—, entonces no deberíamos tardar en imitarlos.
Defendiendo la incompetencia
La Comisión Europea procesó este pasado miércoles a Google por haber incurrido supuestamente en prácticas anticompetitivas, lo que podría acarrearle una sanción superior a 6.000 millones de euros. El argumento empleado por Bruselas es que la compañía estadounidense abusa de su elevada cuota de mercado en la industria de sistemas operativos para móviles y tablets (en concreto, su sistema operativo Android) para endosar a los consumidores y a los fabricantes otros productos que éstos no han solicitado (como su motor de búsquedas o su aplicación de mapas). Sin embargo, la única que está abusando de su posición dominante es la Comisión Europea: al sancionar y cortarle las alas a Google, sólo está facilitando que sus alternativas menos competitivas crezcan a su costa, penalizando con ello a los consumidores que escogen voluntariamente el pack de productos que les ofrece Google en un mercado abierto. Si Bruselas quiere de verdad fomentar la competencia, lo que debe hacer es eliminar cualquier barrera de entrada y cualquier traba a la gestión empresarial: destruir a los más competentes es una mala forma de defender la competencia.
Argentina sale del default
Después de 14 años, Argentina ha salido finalmente del default. La victoria de Mauricio Macri en las elecciones del pasado mes de noviembre ha permitido que el país vuelva a acceder a los mercados internacionales para emitir deuda y que, con lo ingresado merced a esas nuevas emisiones, pague a todos aquellos acreedores (los llamados ‘holdouts’) que se habían negado a aceptar tanto el impago inicial cuanto las subsiguientes proposiciones de quita. De hecho, si Macri se hubiera negado a pagar a estos acreedores, habría tenido imposible volver a emitir deuda en los mercados globales. Del caso, pues, cabe extraer dos importantes lecciones. La primera es que la credibilidad y buena fe de un gobierno es altamente relevante a la hora de generar confianza ante los inversores. La segunda es que, por mucho que un Estado repudie su deuda, tendrá que terminar pagándola: el peronismo argentino creyó que con el tiempo los acreedores se olvidarían de su atraco a mano armada, pero 14 años después seguían exigiendo cobrar so pena de bloquear judicialmente su regreso a los mercados financieros.