Este epílogo concluye el relato precedente: pueden leer aquí sus entregas: primera, segunda y tercera.
Como cada atardecer, Rafael subió a lo alto de la colina. Había acabado sus tareas e incluso había hecho (de cualquier manera, a decir verdad) los deberes de la escuela. Como cada atardecer, se quedó mirando embobado la ciudad amurallada, sus altas torres que brillaban mágicas bañadas por la luz del Sol poniente.
Su padre se acercó lentamente y se detuvo unos pasos por detrás del niño; no quiso perturbar inmediatamente ese momento íntimo de su hijo, ese ritual mágico. Al final, para romper el silencio más que nada, preguntó:
- Rafa, hijo, ¿has acabado ya las tareas? ¿El huerto, los animales?
- Sí, padre.
De la siguiente pregunta no tenía clara cuál sería la respuesta:
- ¿Y los deberes de la escuela? Piensa que sólo vas un día a la semana, así que no es tanto, hacer los deberes de un día.
- Sí, padre, ya los hice.
Íñigo se conformó con la respuesta de su hijo. Era un niño muy bueno y muy responsable, y si decía que los había hecho es que los había hecho.
Se quedaron en silencio los dos, mirando a aquella ciudad que representaba todo el poder y la riqueza del mundo.
- ¿Sabes, hijo? No hace tanto yo trabajaba en esa ciudad. Tú, de hecho, naciste allí. Yo era programador y mantenía muchos de los sistemas informáticos vitales.
Rafa no decía nada; escuchaba a su padre, pero no volvía el rostro, mirando siempre a la ciudad prodigiosa.
- Eso de programar es una cosa muy complicada, algún día ya te lo explicaré. Bueno, mejor no. Total, aquí no tiene sentido. Quizá nunca tuvo sentido, después de todo, tampoco allá... - y después se puso pensativo - Nunca entendí por qué nos echaron: siempre trabajé bien, nunca hice algo mal, nunca protesté...
- Se están quedando sin energía - dijo por fin Rafa.
Íñigo abrió mucho los ojos. ¿Qué era lo que estaba diciendo aquel rapaz?
- Se están quedando sin energía - dijo volviendo por fin el rostro a su padre, como intuyendo su perplejidad.
Íñigo no pudo evitar sonreírse, entre incrédulo y divertido, y alborotándole ligeramente el pelo a su hijo le dijo:
- ¿Y tú como puedes saber eso, mocoso? - y le retorció suavemente la nariz.
- La energía es lo que mueve las cosas, y lo que permite cambiarlas; tú me explicaste eso - dijo Rafa, volviéndose de nuevo hacia la ciudad - Llevo años ya mirando la ciudad cada día, desde esta colina. Ahora entran y salen menos camiones, se encienden menos luces, se mueven menos coches... Incluso, la ciudad se va haciendo más pequeña - y volviéndose de nuevo a su padre, le dijo: - Cada vez tienen menos energía, ¿no es evidente?.
Íñigo no dijo nada, delante de una lógica tan aplastante. Sí, era evidente.
- Vamos, hijo - digo por fin - Ya se hace de noche. Tu madre nos espera para cenar.
Bajaron la colina, mientras en la ciudad se apagaban las últimas luces.