El final de la XI legislatura española, no por más esperado menos abrupto, probablemente marcará un punto de inflexión en la política española. Las elecciones del pasado 20 de diciembre mostraron que el panorama político español ha cambiado de manera radical en los años que llevamos de esta crisis económica que no acabará nunca. De tener dos partidos hegemónicos, nomimalmente situados a la izquierda y a la derecha del espectro político (para cuya alternancia en el poder los partidos minoritarios servían oportunamente de bisagra cuando el electorado no les atribuía la mayoría absoluta) hemos pasado a un nuevo panorama, en el que al menos cuatro formaciones políticas de alcance nacional se disputan porciones considerables del electorado español. Esta división a cuatro hace imposible un discurso de la hegemonía, puesto que las cuatro facciones, de tamaño desigual pero todas ellas significativas, representan cuatro sensibilidades políticas diferentes que necesitan ser tenidas en cuenta si se quiere conseguir una mayoría suficiente sobre la cual asentar un Gobierno estable. Cada una de estas facciones tiene un contrato implícito diferente con su electorado, y eso ha imposibilitado, al menos durante esta legislatura, ciertas coaliciones ad hoc para formar Gobierno. Tras poco más de 100 días de escenificación de la impotencia y de reproches cruzados (reproches muchas veces matizados, pues todos son conscientes de que a quien se veja hoy podría tener que ser nuestro aliado de mañana), sin que nadie lo haya pedido explícitamente pero aceptado tácitamente por todos, se ha forzado la disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones, en cumplimiento de los trámites previstos en la Constitución española.
Qué pasará en la nueva convocatoria, prevista para el 26 de junio (pocos días después del crucial referéndum en el que los británicos decidirán sobre su permanencia en la Unión Europea) es un ejercicio más de especulación que de cálculo. Los grandes medios de comunicación se han aprestado a adelantar que la situación cambiará poco, o que como mucho la previsible abstención favorecerá al partido conservador PP, que gobernó hasta diciembre y aún lo hace de manera interina (aunque con sus atribuciones capadas por mandado constitucional). Tampoco se puede descartar que, si el nuevo partido político de izquierdas Podemos llega a un acuerdo con la minoritaria formación Unidad Popular y se presenta coaligados en todas las circunscripciones, podrían cosechar un relativo éxito electoral en la mayoría de ellas, como ya lo hicieron en aquellas provincias donde se presentaron coaligados en las elecciones de diciembre. Tal aumento, en caso de producirse, no les permitiría en ningún caso alcanzar la mayoría absoluta, pero iría fundamentalmente en detrimento del PSOE, quien empeoraría aún más su peor marca histórica (justamente, la de diciembre pasado) y desencadenaría una serie de movimientos telúricos que acabarían probablemente con un pacto de gran coalición PP-PSOE para bloquear el paso a Podemos.
Incluso sin un ascenso tan marcado de Podemos, el escenario de una gran coalición PP-PSOE continúa siendo el más probable, y eso acabaría suponiendo un grandísimo desgaste electoral, sobre todo para el PSOE. Tal pacto acabaría por minar la base electoral del PSOE, pues el Gobierno que emergerá de las próximas elecciones tendrá que hacer frente a unos años muy complicados: recortes de 10.000 millones de euros impuestos desde Bruselas por el exceso de déficit español en el año 2015, más recortes nuevos para 2016 a medida que las previsiones macroeconómicas vayan empeorando, y una situación económica mundial que anticipa una nueva recesión que acabará arrastrando a España y castigará electoralmente a los partidos en el Gobierno.
Al margen de la forma concreta de la degradación política de España, lo que revela la situación actual es un conflicto entre unos modos de hacer que han funcionado de manera relativamente eficaz (sobre todo para ciertos actores) durante las últimas décadas y unos nuevos modos, no necesariamente mejores que los anteriores pero que buscan adaptarse a una situación cambiante, donde las seguridades son pocas. El modo tradicional está anquilosado en sus costumbres, y por eso ha sido completamente incapaz de plantear pactos políticos acordes con los nuevos tiempos: el planteamiento tanto del PP como del PSOE ha sido de buscar acuerdos a la vieja usanza, como los que están acostumbrados a celebrar con los partidos minoritarios que tantas veces les han servido de bisagra. Obviamente, esto no podía funcionar esta vez. Por la parte del PP, porque el único acuerdo que realmente le servía era el gran pacto con el PSOE, al cual no podía tratar como si fuera una franquicia nacionalista, ofreciéndole pequeñas concesiones a cambio de su apoyo. Por la parte del PSOE, resulta curioso comprobar que se ha sentido más cómodo y le ha resultado más fácil pactar con un partido, Ciudadanos, que en materia de política económica está más a la derecha que el PP (aunque en cuestiones de libertades individuales esté más a la izquierda, lo cual confunde a no pocos) que con un partido de izquierdas, Podemos, cuyo programa electoral podía perfectamente haber suscrito el PSOE de 1982. Desde el PSOE no han entendido que Podemos no haya querido sacrificar su apoyo electoral en la búsqueda de un pacto "con sentido de Estado". Para Podemos determinadas cuestiones sensibles, inspiradas por un contacto más directo con su electorado, eran irrenunciables; lamentablemente, justo esas cuestiones eran inaceptables para el aparato del PSOE, y por esa razón el pacto era imposible.
La emergencia de las formaciones de nuevo cuño (extremadamente poliédricas en el caso de Podemos, donde en realidad la formación se presenta electoralmente como una amalgama de confluencias territoriales) es un síntoma más del hartazgo de la ciudadanía tras más de ocho años de crisis económica que han puesto en evidencia la endeblez institucional del Estado español, debilidad que tiene dos vertientes fundamentales:
Por una parte, los continuos recortes y la austeridad impuesta por las instituciones internacionales que, al igual que al resto de países europeos, supervisan de facto la política económica de España (Comisión Europea, Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial) han minado los sistemas de protección social españoles de tal manera que una parte de su población se encuentra en condiciones muy precarias; unos españoles que vivían mucho mejor y más protegidas no hace tantos años y cuya caída alimenta su resentimiento contra el sistema: siempre es mucho más duro de aceptar el descenso que haber vivido siempre en la miseria.
Por otro lado, la mayor inestabilidad económica y laboral de la población general ha hecho más insoportable que nunca los altos niveles de corrupción en las diversas instancias del Estado. Tal corrupción no es nueva; tiene tantos años como la democracia española y de hecho muchos más: la corrupción política es el resultado previsible de la mercantilización de las decisiones institucionales en un sistema donde los actores económicos más poderosos están acostumbrados a conseguir lo que quieren a golpe de talonario, y es probablemente consustancial a nuestro sistema económico (a aquellos que recurren a una objeción que es frecuente en España, según la cual tal nivel de corrupción es exclusivo o mayor en España que en otros sitios, les recomiendo que presten más atención a las noticias que se publican en la prensa internacional).
Las dos razones enunciadas arriba (precariedad y corrupción), delante de las cuales poca o nula respuesta ha habido por parte de los grandes partidos en 8 años de crisis, han llevado, de manera bastante lógica, a que los ciudadanos hayan buscado nuevas formaciones que realmente atiendan sus reivindicaciones y aplaquen su indignación. Es cuestión completamente diferente si estos partidos atacarán realmente estos problemas o no: en este momento, simplemente, la gente que ha decidido dar su voto a sus formaciones es eso lo que creen y por eso se lo dan. El punto clave es que ambas razones son fruto inevitable de la crisis de sostenibilidad de nuestro sistema económico. En el caso de la precariedad, resulta obvio: si el sistema económico entra en crisis mucha gente se va al paro, y además, dado que la estrategia para mantenerlo a flote consiste en inyectar (directa o indirectamente) capital público en las grandes empresas, se producen muchos recortes en servicios públicos. El caso de la corrupción es un poco menos evidente: como digo, corrupción y a gran escala ha habido desde hace mucho, pero sólo resulta molesta al ciudadano de a pie cuando empieza a sentirse perjudicado; y aunque la causa directa de su malestar sea la crisis económica y no tanto la corrupción, la precariedad hace más difícil de soportar esta última. El tema de la corrupción es siempre muy delicado de tratar y levanta fácilmente pasiones: hace unos años escribí un post analizando la cuestión de la corrupción, intentando explicar que, si bien la corrupción es inmoral y sin duda es un problema, no es EL problema. Ese post fue entonces muy mal recibido, y para que se entendiera mejor
el trasfondo de la cuestión escribí un pequeño cuento (que tuvo mucho mejor recepción).
Como vemos, por tanto, la razón última de los problemas actuales es la crisis económica: sin crisis, el sistema se hubiera podido perpetuar sin demasiados sobresaltos durante décadas. Desde los diferentes partidos políticos se percibe claramente que la crisis es el problema nuclear; sin embargo, ningún partido está proponiendo realmente medidas que vayan a la raíz del problema, con lo que todos ellos están condenados al fracaso. En cierto modo es natural: en (casi) todos los partidos, el pensamiento económico corre a cargo de economistas convencionales, y todos ellos pertenecen a la Iglesia del Perpetuo Crecimiento. Para ellos, no es posible que exista algún límite físico al crecimiento económico, lo cual equivale a pensar que la economía no pertenece al mundo físico pues puede superar los límites de la Termodinámica y de la Geología. La cuestión de los límites es tan infactible en el pensamiento económico convencional que es un "no-tema", es decir, es que la cuestión no llega jamás a ser pensada; y si alguien la evoca es inmediatamente descartada como un error propio de un infante, con la misma sonrisa condescendiente y desdeñosa con la que responderíamos a un niño que nos exprese su preocupación por si se apaga el Sol. Por tanto, los partidos políticos ponen el énfasis en la política fiscal y además con una orientación completamente convencional. Pero la política fiscal sólo permite redistribuir los recursos, cosa sin duda importante y en algunos casos de justicia, pero no permite aumentar esos recursos, y mucho menos puede compensar su caída. Ciertamente, un mejor uso de los recursos disponible puede sacarles el máximo provecho posible y ralentizar algo la caída, pero sólo con eso no basta, y menos cuando la fase de estancamiento previo al peak oil podría estar tocando a su fin, paso previo a un declive productivo mucho más rápido debido a la mala gestión (completamente procíclica) de la producción de petróleo.
Por desgracia, dentro de los nuevos partidos la tendencia es también a centrarse en las políticas fiscales y económicas convencionales. Esto pasa incluso en aquéllos en los que las voces del decrecimiento y de los límites al crecimiento se dejan oír, y la razón es que cuesta mucho hacer la pedagogía adecuada en la población para proponer ideas completamente nuevas tras décadas de adoctrinamiento en el BAU. En los círculos decrecentistas y peakoilers es bien conocida la anécdota de una conversación con un dirigente de cierto partido, persona inteligente y bien informada y muy consciente del problema del peak oil, en la que éste dijo que no se podía hablar de peak oil y de decrecimiento a la población general porque eso "no vende" electoralmente.
La cuestión del peak oil sólo es abordada en España con sentido y llamándola por su nombre por un puñado de partidos, todos ellos a la izquierda e incluso a la izquierda radical: es el caso de la CUP en Cataluña, de Bildu en Euskadi o de En Marea en Galicia. Y sin embargo lo acuciante del problema (la producción de petróleo en los EE.UU. está comenzando a caer a un ritmo apreciable, y los problemas en Oriente Medio hacen presagiar que, efectivamente, el año 2015 fue el del peak oil - aunque aún tendremos que esperar unos años para confirmarlo) hace que sea estrictamente no ya necesario sino urgente reaccionar delante de este problema, y el primer requisito para reaccionar es reconocer que existe este problema. Ha habido en el pasado pequeños destellos en las instituciones, destellos que quizá ahora son un poco más frecuentes (Marta Rovira, secretaria de ERC, mencionando el peak oil en el debate de investidura del -fallido- candidato a president Mas, la intervención de Alexandra Fernández de En Marea en la Comisión de Fomento del Congreso de los Diputados citando, entre otros argumentos para oponerse a la construcción de una autovía, el peak oil; las próximas - si son aceptadas - comparecencias del miembros del OCO delante de la Ponencia sobre cambio climático en el Parlament de Catalunya), pero es demasiado poco demasiado lento. Contrasta esta falta de perspectiva de la clase política española sobre la transversalidad de la cuestión con, por ejemplo, la más pragmática actitud británica, cuyo parlamento creó hace poco una comisión parlamentaria sobre los límites al crecimiento.
La incapacidad de traer al centro de la discusión política española el problema de los límites del crecimiento como tema transversal, que todos los partidos deberían abordar de acuerdo con su visión social, hace que el discurso político en su conjunto sea simplemente inútil, una pérdida de tiempo y una fuente de frustración social. Sin un abordaje radical del problema, la política será siempre inútil. Si la clase política española sigue sin entender esto, si sigue apostando por el "esperar y ver", confiando en que los problemas económicos y sociales se arreglarán solos debido al cambio de ciclo económico que ya no es posible en un planeta en decrecimiento forzado, existe el riesgo de que acabe emergiendo un oportunista capaz de capitalizar el resentimiento de los desposeídos y se acabe haciendo política de otro modo y por otros medios.