El Brexit supone una profunda alteración de la arquitectura institucional de la Unión Europea: uno de sus socios más importantes, Reino Unido, abandona esta comunidad política y pretende renegociar los términos de sus interacciones sociales y económicas con el resto del Continente. Se abre así una fase de incertidumbre sobre cuál será el marco normativo definitivo que regulará tales interacciones en muy distintos sectores: inmigración, prestación de servicios, exportaciones e importación de bienes o libertad de movimiento de capitales.
Esta última rúbrica es particularmente importante para Gran Bretaña, dado que históricamente —incluso desde el siglo XIX— Londres actúa como la capital financiera del mundo. Se estima que el sector financiero representa alrededor del 12% del PIB de Reino Unido, que proporciona empleo a más de dos millones de personas y que la mitad de la inversión directa extranjera que recibe el país está vinculada a esta rama de la economía. El caramelo, pues, resulta demasiado apetitoso como para que los líderes europeos permitan que lo conserve un pueblo que ha apostado por el Brexit: de ahí que la mayoría de inversores tema que Bruselas vaya a optar por estrangular regulatoriamente al sector financiero inglés, forzando a que la City se traslade a otras capitales europeas.
Dejando de lado la inverosimilitud de que París, Frankfurt o Madrid ocupen la posición financiera internacional de la que hoy disfruta Londres (el Índice de Centros Financieros Globales de la OCDE suspende a todas las capitales europeas), la perspectiva de que las negociaciones post-Brexit conduzcan a una restricción de la libertad de movimientos de capitales, y que ello perjudique seriamente a Londres, ya ha motivado las primeras reacciones de los mercados.
Y es que, como resultado de su prominente posición mundial, Londres se ha convertido en un polo de atracción de personal altamente cualificado y extraordinariamente bien pagado, lo que había venido generado un mercado inmobiliario vigoroso cuyos precios actuales ya se hallan muy por encima de los alcanzados en el pico de la burbuja de 2007. Tras el Brexit, sin embargo, la perspectiva ha pasado a ser la de que ese mercado inmobiliario pinche en los próximos años (si pierde su prominente posición financiera mundial, el personal cualificado se marchará), lo cual ha precipitado que muchos ahorradores internacionales actualmente posicionados en el ladrillo londinense hayan empezado a desinvertir en él.
Así, durante los últimos meses —y especialmente durante las semanas posteriores al Brexit—, muchos inversores han pasado a retirar su capital de fondos inmobiliarios expuestos a viviendas, oficinas, locales y edificios sitos en Londres: la avalancha de órdenes de venta ha sido tal que estos fondos se han quedado sin dinero en efectivo para atender tales demandas. Por eso, para poder pagar a sus inversores, estas entidades financieras se están viendo obligadas a poner a la venta sus propiedades en Londres: pero evidentemente la enajenación de millares de inmuebles es un proceso demasiado lento como para poder devolver a corto plazo el capital inmovilizado de sus clientes. De ahí que durante la última semana muchos de esos fondos hayan “congelado” las retiradas de inversión: una especie de corralito que ya afecta a más de 20.000 millones de euros.
Ante este panorama, el resto de inversores globales están observando estas tensiones financieras con cierta inquietud que, a su vez, están trasladando a sus respectivos mercados (bolsas cayendo, oro subiendo, deuda pública actuando como refugio). Se trata de uno de los primeros shocks post-Brexit. Pero, más allá de ésta y de otras turbulencias que puedan generarse alrededor del Brexit, las consecuencias a largo plazo continúan dependiendo de la negociación del nuevo encaje institucional de Gran Bretaña en Europa: si la libertad económica termina prevaleciendo en los distintos sectores, en el futuro recordaremos los miedos presentes apenas como transitorios pánicos irracionales.
La libra se desploma
Desde el pasado 23 de junio, la libra se ha depreciado un 10% frente al euro. Semejante caída de la moneda británica necesariamente ejercerá en el corto plazo una poderosa influencia sobre el comercio internacional. Una libra más barata implica un abaratamiento de las exportaciones de Gran Bretaña al resto del mundo; y, a su vez, también implica un encarecimiento de sus importaciones. Así pues, como resultado de esta depreciación saldrán perjudicadas tanto empresas españolas que venden a mercados foráneos y que se verán desplazadas por la mayor competitividad ejercida ahora por las exportaciones británicas y, también, empresas españolas que, como las del sector turístico, reciben una parte sustancial de sus ingresos de la demanda británica. Ambo tipos de compañía tendrán que rebajar sus propios precios para mantener su penetración de mercado, lo cual asfixiará sus márgenes de beneficio. Puede que la caída de la divisa británica sea meramente transitoria, pero mientras dure dañará al resto de compañías europeas directa o indirectamente vinculadas con Reino Unido.
La incertidumbre pasará factura
El FMI fue una institución radicalmente opuesta desde un comienzo al Brexit. Es difícil, por tanto, desligar sus opiniones técnicas de sus opiniones políticas: en especial, cuando el Fondo carga con muchísimos más errores que aciertos en sus pronósticos de futuro. En todo caso, según el FMI, el Brexit restará una décima de crecimiento a la Eurozona en 2016 (creceremos el 1,6% frente al 1,7% estimado inicialmente), tres décimas en 2017 (1,4% frente a 1,7%) y otra décima en 2018 (1,6% frente a 1,7%). En total, pues, en apenas tres años la incertidumbre que rodea el abandono de Reino Unido de la Unión Europea nos costará, de acuerdo con esta institución internacional, cerca de cinco décimas del PIB de la Eurozona: unos 500.000 millones de euros (el equivalente a casi el 50% del PIB de España). Como ya hemos dicho, si queremos minimizar la factura de esa incertidumbre, deberíamos despejar lo ante posible las dudas sobre las libertades sociales y económicas de que disfrutarán los británicos en sus tratos con la UE.
Más competencia fiscal
Afortunadamente, el Brexit no solo está trayéndonos a corto plazo noticias vinculadas con miedos, dudas e incertidumbres, sino que también está empezando a arrojar uno los resultados potencialmente más beneficiosos para el largo plazo: la competencia fiscal. El ministro de Economía británico, George Osborne, anunció la semana pasada que rebajaría el Impuesto de Sociedades hasta el 15%, convirtiéndolo en uno de los más bajos de Europa. Por ahora solo se trata de un movimiento táctico: dado que muchas empresas pueden estar planteándose salir de Gran Bretaña a raíz del Brexit, conviene incentivarlas para que se queden con una fiscalidad más favorable. Es de esperar, sin embargo, que está moderación fiscal evolucione hacia una posición estratégica de largo plazo: una vía deliberada para atraer y conservar el capital frente a otros Estados más voraces en materia tributaria. Solo así contaremos con alguna opción de que el resto de países europeos reaccionen ante la jugada británica bajando a su vez sus impuestos. A mayor competencia fiscal, menor confiscación estatal.