Una empresa es un proyecto con ánimo de lucro en el que se coordina a un conjunto de recursos económicos para prestar un servicio valioso a los clientes. Ese ánimo de lucro, en un contexto de abierta competencia, es fundamental para que la economía funcione del mejor modo posible: la expectativa de lograr beneficios incentiva a todo el mundo a no quedarse dormido en los laureles y a tratar de proporcionar siempre el mejor servicio posible; además, que una compañía consiga recurrentemente ganancias sin disfrutar de ningún privilegio legal nos indica que está prestando un servicio más útil a los consumidores que cualesquiera otras alternativas conocidas hasta este momento.
Ahora bien, ese ánimo de lucro puede en ocasiones ser demasiado cortoplacista: las ansias de cosechar ganancias a muy corto plazo pueden dar al traste con la capacidad de la compañía para seguir logrando beneficios a muy largo plazo. Por ejemplo, si una empresa recorta drásticamente sus gastos de personal, de publicidad o de investigación, deteriorando con ello gravemente la calidad del servicio, es muy probable que logre inflar su cuenta de resultados durante un par de ejercicios, pero lo hará a costa de sus posibilidades de subsistir a medio plazo. El mercado —es decir, la libre elección de unos clientes insatisfechos— se encargarán de purgarla y de mostrarle que su estrategia de forzar excesivamente las máquinas fue un error.
El reciente caso de Vueling es un ejemplo más de esa muy arriesgada estrategia empresarial consistente en tratar de exprimir los recursos de la empresa para ofrecer bajos precios al cliente y así maximizar beneficios (o, en este caso, minimizar pérdidas) aun a riesgo de terminar proporcionando un mal servicio. Aunque las causas de la crisis de Vueling, que ha afectado a más de 8.000 pasajeros, probablemente trasciendan a la propia compañía —la huelga de controladores en Francia y la mala organización del aeropuerto de El Prat parecen haber tenido su influencia en este fiasco—, es evidente que ella debe cargar con la principal responsabilidad. En buena medida, por operar al límite de sus capacidades y no poseer margen para afrontar ninguna contingencia imprevista: no por casualidad, después del incidente la empresa anunció la contratación de seis aviones, 34 pilotos y 130 empleados adicionales. Mala planificación inicial.
A partir de ahora, Vueling deberá hacer frente a dos tipos de costes que lastrarán enormemente su habilidad para competir y obtener ganancias en el futuro: por un lado, las indemnizaciones a sus clientes y a sus proveedores (los aeropuertos afectados) por incumplimiento del contrato; por otro, los costes reputacionales de ser una empresa poco confiable, que la penalizarán en los futuros contratos que suscriba con clientes y proveedores. De los dos, es éste último el que acarreará mayor impacto: la libertad de los consumidores y proveedores para no elegir a empresas ineficientes es lo que termina encumbrando a las compañías que funcionan bien y hundiendo a las que se comportan mal. Protección judicial de los contratos y libertad económica: no se necesita nada más para castigar a quienes se equivocan en el mercado.
Sin embargo, son muchos los que ahora, en caliente, aprovechan para exigir más intervencionismo estatal —más burocracias, más controles, más sanciones— que supuestamente eviten la repetición de casos como el de Vueling. Un error: el Estado está lejos de ser infalible y sus intervenciones, amén de ineficaces y redundantes, añaden costes estériles que terminan soportando los usuarios. A pesar de puntuales pinchazos como el de Vueling, la industria de la aviación low cost ha multiplicado en menos de dos décadas el número de personas que pueden permitirse viajar por toda Europa: sería una tremendísima equivocación que los políticos, obsesionados con ampliar su poder, aprovecharan la coyuntura para cargársela. Los tribunales y la libre concurrencia nos sobran para penalizar a Vueling por sus errores.