Parafraseando a Karl Marx, se podría decir que un fantasma recorre Europa estos días, aunque en puridad no es sólo Europa lo que está siendo recorrida por un espectro desasosegante que hace que se le erice el vello a más de uno, a veces sin saber muy bien el por qué. Desde los atentados en París en noviembre pasado Europa ha vivido en un estado de excepción más o menos permanente (yo estuve en Bruselas dos semanas después de la tragedia del Bataclan y era bastante impresionante ver cómo el ejército había tomado las calles). A pesar de la creciente represión policial en casa y el (presumido) incremento de la actividad bélica fuera (en Siria, pero no sólo en Siria), el goteo de atentados en suelo europeo no cesa; en los últimos meses los dos más importantes han sido el ataque del aeropuerto de Bruselas en marzo y el masivo y brutal atropellamiento de hace unos días en Niza. Estos atentados masivos son acompañados por otros menos masivos (como el acuchillamiento de varias personas en Grafing el pasado mes de mayo o en Wüzburg hace unos días, ambos en Alemania, o en Garde-Colombe en Francia) pero no por ello menos inquietantes porque dan a entender que hay mucha gente capaz y deseosa de matar. Con todo, lo más terrible de estos atentados es la insólita pero unánime certeza del ciudadano de a pie de que por fuerza han de venir más; de que lo que ha pasado es sólo el preámbulo de otros eventos similares o incluso más terribles por venir. De ahí ese desasosiego compartido, ese escalofrío que recorre la espalda y pasa de ciudadano en ciudadano, como el espectro que mencionábamos: hay una cierta conciencia y un insensible consenso en que de alguna manera estos eventos terribles no sólo han venido para quedarse, sino que todos comenzamos a temer que pueden hacerse más frecuentes en un futuro próximo.
Sería muy fácil atribuir ese malestar, esa incertidumbre espantosa de no saber si la próxima vez que algo reviente afectará a los más allegados, a la guerra que de manera más o menos declarada Occidente parece estar librando contra el Estado Islámico, ejemplificada (aunque no sea su único frente) en la denominada guerra de Siria. Ya hemos comentado que la aventura del Califato Islámico en la tierra de nadie entre Siria e Irak podría terminar rápidamente si realmente hubiera voluntad de hacerlo. Al fin y al cabo, ISIS financia los enormes costes de su guerra convencional en la parte noroccidental del Creciente Fértil con la venta del petróleo y la compra de armas, el comercio de los cuales se hace mayoritariamente gracias a una quilométrica columna de camiones que pasa a través de un paso fronterizo con Turquía. Esa línea de aprovisionamiento sería presa fácil de los países que dicen combatir a ISIS si realmente quisieran acabar con el Estado Islámico (recuerden cómo acabó un caza ruso que osó atacar esa columna). La triste realidad es que la guerra de Siria sirve para darle cuerpo a algo más complicado que se está fraguando en Occidente, una suerte de guerra civil difusa en el que los contendientes aún no se han identificado plenamente a sí mismos. Resulta, una vez más, un espectáculo grotesco ver que como respuesta a la masacre que un ciudadano francés ha perpetrado con algo tan prosaico como es un camión, matando a más de ochenta compatriotas, una de las respuestas que ha dado el gobierno galo sea anunciar un recrudecimiento de su actividad bélica en Siria. Y también significativo el multitudinario abucheo al primer ministro francés Manuel Valls, odiado por la reforma laboral impuesta a golpe de decreto en el parlamento y de porra en la calle, durante el minuto de silencio en honor de las víctimas.
No nos gusta aceptarlo, pero lo cierto es que, en el momento en que las potencias decidan poner punto final a la farsa de la guerra en Siria, el peligro de un atentado de proximidad, perpetrado por el vecino con el que cruzas por la calle o incluso en el descansillo, no se habrá terminado; al contrario, todos somos conscientes de que el hundimiento final del Califato catapultará a tantos desesperados, incapaces de aceptar la desaparición de su última esperanza de una vindicación, de una mejora de su vida, de una salida a su malestar y a su exclusión social. Queremos creer que el problema proviene, total o mayoritariamente, de una "radicalización islámica", y pasamos de puntillas sobre el trasfondo de exclusión social de los asesinos, como si ésa fuese una condición aprovechada por los integristas y no la razón principal de los problemas.
Ese discurso banalizante del integrismo islámico ha querido también utilizarse para explicar el incremento de tiroteos y altercados en los EE.UU. durante el último año, pero los últimos eventos en ese país cuadran mal con ese patrón. En realidad lo que vemos es esa clase media norteamericana que naufraga en sus microeconomías del día a día, en medio de tanta fanfarria de estadísticas infladas que aseguran que la macroeconomía del gigante americano avanza viento en popa. Esa clase media que está harta de la marginación y de la indisimulada coerción policial constante, sobre todo sobre la población excluida y a excluir. Es esa misma clase media con un roto sueño americano la que apuesta por una ruptura con todo, percibiendo que ya poco tienen que perder, y que auparon a Donald Trump a la candidatura del Partido Republicano y que podrían acabar dándole la presidencia de su país. Es ese mismo temor creciente de la clase media británica el que ha propiciado el resultado del referéndum en el Reino Unido, desfavorable a la permanencia de ese país en la Unión Europea. Es ese malestar que va avanzando por toda Europa, a veces apoyándose en el chivo expiatorio de la inmigración y la xenofobia, pero que no es más que las plasmación del miedo de la clase media a su hundimiento. En los extremos norte y sur de la parte oriental del Viejo Continente encontramos ese mismo fenómeno, en sus dos extremos, también, sociales.
En el norte encontramos un país hacia donde nadie mira ahora mismo, pero que está atravesando una situación económica y hasta política cada vez más delicada: Noruega. El declive progresivo de la producción de petróleo noruego (que comenzó con el cambio de siglo), unido a los bajos precios actuales de esta materia prima han causado un gran quebranto no sólo en las cuentas de la principal empresa petrolera noruega, Statoil, sino en las arcas de ese Estado. La gran incertidumbre sobre los precios futuros del petróleo (a corto plazo, por la concurrencia de factores que lo empujan en direcciones contradictorias; a más largo plazo, por la inevitable volatilidad que caracterizará el precio del petróleo en los próximos años) están sentando las bases para que un populismo de nuevo cuño se asiente en Noruega con la promesa de devolver a sus clases medias el relumbrón de décadas pasadas que ya no ha de volver por razones prosaicas, pura geología y termodinámica. Noruega, país tan alabado y admirado por sus políticas sociales, no parece que pueda escapar de la bancarrota petrolífera que atenaza a cualquier otro país productor.
En el extremo opuesto del mapa nos encontramos con Turquía, país que hace pocos días sufrió un frustrado intento de golpe de Estado. Deberíamos decir "afortunadamente frustrado", pero prácticamente sin solución de continuidad la prensa de esta parte del mundo se ha lanzado a denunciar las represalias que el presidente Erdogan (otrora denominado "islamista moderado") ha tomado para depurar responsabilidades y, ciertamente en realidad, avanzar hacia un Estado de corte cada vez más autoritario que parece desear. No es ese creciente autoritarismo turco algo nocionalmente muy diferente de lo que está pasando en el resto de Europa; es simplemente que el presidente turco es menos sofisticado que sus homólogos de este lado del Bósforo y juega sus cartas más abiertamente. En particular, el presidente Erdogan ha dejado claro que su prioridad ya no es el ingreso en la UE desde el momento que está considerando reinstaurar la pena de muerte (este gesto no es inocente: él es perfectamente consciente de que la UE nunca aceptaría el ingreso de un país que ejecuta a sus presos, y Europa debería tomar buena nota de la previsible reconfiguración de uno de los frentes de la guerra que se libra en el Próximo Oriente). Pero volviendo al fracaso del golpe de estado, ha sido el pueblo turco el que mayoritariamente lo ha abortado, saliendo a la calle y pagando con ello su tributo de vidas inocentes. Esos jóvenes turcos, que mayoritariamente sueñan con vivir una vida como les venden las televisiones que es el paraíso occidental, han salido a defender a su presidente islamista y con derivas autoritarias y posiblemente megalomaníacas frente a unos militares que históricamente se han considerado a sí mismos garantes del carácter laico del Estado turco y del espíritu modernizador del padre de la patria, Mustafá Kemal Ataturk. Si masivamente los turcos no han permitido al ejército deponer a Erdogan, pagando para ello incluso con sus vidas, es porque perciben que volver a lo de siempre, al BAU, no es garantía más que de continuar con el declive social,
Por tanto, el trasfondo verdadero y el hilo conductor de lo que está pasando, en Europa y en Occidente, es el creciente miedo de la clase media ante el colapso que viene; es la reacción a la congoja que siente al oír los chasquidos y crujidos de un andamio social cada vez más frágil. Los atentados, las revueltas, las manifestaciones, la defensa a muerte de un protodictador, son los golpes a tontas y a ciegas de los desesperados que no se resignan a caer en la Gran Exclusión y que las más de las veces sólo aciertan a golpear a los cercanos, a los que si aún no están excluidos podrían estarlo en no tantos años. Una parte nada despreciable de la población nota hace tiempo que está cayendo, sin que nadie sepa o pueda parar su caída, y en su angustia actúan con histeria ciega, como la persona que ahogándose en el mar puede acabar ahogando a su rescatador.
No está de más repetirlo aquí, una vez más: la producción de petróleo crudo llegó a su máximo en 2005, y contando con los hidrocarburos líquidos con los que hemos mediocremente intentado compensar esta caída parece haber llegado a su máximo definitivo en 2015. El carbón y el uranio parecen estar en una situación similar, y no falta mucho para que lo mismo le ocurra al gas natural. Aún cuando el suministro de energía es y seguirá siendo por muchos años grandioso, ya no va a crecer más, sino que va ir menguando progresivamente. Y eso no permite seguir creciendo y eso, en nuestro sistema económico que nuestros zelotes y nuestros expertos se niegan a cuestionar, nos lleva a una crisis económica que no acabará nunca. De estas nociones, básicas y un tanto abstractas, se derivan ésas otras, mucho más concretas y dolorosas. ¿No lo ven? ¿No entienden qué está pasando? Son seres humanos que sufren y que arrebatados por su rabia golpean contra otros que son sus semejantes. Esto es el colapso, esto es el hundimiento; un proceso de velocidad insensible pero con efectos dolorosos, que deja por rastro humanos hechos jirones.
En realidad, quienes más miedo tienen al colapso son aquellos que niegan que éste sea posible y miran para otro lado cuando los diversos problemas y disfunciones se acumulan, y acusan a los que todo esto denunciamos de pesimistas y apocalípticos, de morbosamente adictos a la catástrofe mil veces anunciada y nunca cumplida. Está claro que regodearse morbosamente en los problemas es malsano, pero no lo es menos (y es más infantil) apartar la mirada cuando lo que tenemos por delante exige una respuesta meditada y adulta. Lo que se necesita es encarar la verdad, sin aspavientos pero sin remilgos. Nada está escrito y nada es necesario (particularmente, el desastre no lo es), pero no podemos esperar que si cerramos los ojos y nos tapamos los oídos gritando "no lo oigo, no lo veo" las cosas negativas vayan a desaparecer como por ensalmo. Más que nada porque lo que es más probable que desaparezca son nuestras seguridades.