La competencia multilateral que imprime la globalización así como el shock productivo que ha supuesto la crisis económica han puesto de manifiesto que nuestras sociedades deben especializarse en sectores de alto valor añadido: sectores caracterizados por una innovación tecnológica continuada que los permita fabricar nuevos y mejores productos a los costes más reducidos posibles.
Tradicionalmente solía pensarse que el libre mercado era el mejor entorno institucional para promover la innovación y el desarrollo empresarial: el economista austriaco Joseph Schumpeter incluso llegó a acuñar el término “destrucción creadora” para aludir al inherente dinamismo del capitalismo a la hora de crear permanentemente nuevos modelos de negocio disruptivos que desplacen a los existentes.
Sin embargo, desde hace varios años, otra teoría ha ido cobrando fuerza: según la economista italiana Mariana Mazzucato, el verdadero motor de la innovación en las sociedades modernas no es el capitalismo, sino el Estado emprendedor. Para la profesora Mazzucato, el Estado emprendedor es un amplio concepto que comprende todo tipo de intervenciones públicas (bancos de desarrollo, participación en empresas, gasto público, dirección centralizada de grandes proyectos, etc.) dirigidas a impulsar y coordinar centralizadamente el proceso de investigación y de innovación dentro de nuestras sociedades. De hecho, según esta economista italiana, todos los avances técnicos de los que gozamos en la actualidad —desde Google hasta el iPhone— son responsabilidad, en última instancia, de la política industrial del Estado emprendedor y, muy en particular, del gobierno de EEUU.
Sin embargo, esta última tesis está completamente equivocada por mucho que sea del agrado de los intervencionistas de todos los partidos. Así lo demuestra el Instituto Juan de Mariana en un devastador informe contra las tesis de Mazzucato recientemente publicado. En este ensayo, titulado “Mitos y realidades sobre el Estado emprendedor”, se contraargumenta que el Estado emprendedor no sólo no promueve el desarrollo y la innovación, sino que suele entorpecerlos. Y es que, de entrada, políticos y burócratas carecen de la información y de los incentivos adecuados para determinar cuáles van a ser las tecnologías punteras del futuro y cuál debe ser el itinerario más eficiente para desarrollarlas: dos carencias que los descalifican para pretender organizar centralizadamente los esfuerzos innovadores del conjunto de la sociedad.
En última instancia, a lo que terminan dedicándose aquellos mandatarios encargados de articular “estrategias nacionales” de I+D+i es a repartir de un modo más o menos aleatorio presupuestos milmillonarios y a imponer regulaciones sectoriales en favor de los lobbies de turno. Por eso, la inmensa mayoría de esas políticas terminan frenando y obstaculizando el proceso innovador: lo orientan en una dirección equivocada, captan e inflan los costes de los escasísimos factores productivos necesarios para investigar (sobre todo, el personal cualificado), crean monopolios con el aval público y dilapidan ingentes cantidades de capital en una masiva socialización de riesgos en absoluto deseada por los contribuyentes.
Al contrario de lo que sostiene la profesora Mazzucato, ni Google, ni el iPhone ni tantísimas otras tecnologías fundamentales para nuestras vidas han nacido de la actividad planificadora del Estado, sino de la competencia y cooperación descentralizada de universidades (muchas de ellas privadas), grandes empresas, start-ups o fundaciones. Lo anterior no significa que el Estado jamás haya contribuido a alumbrar innovación alguna (el GPS, por ejemplo), sino que sus éxitos no proceden de ninguna estrategia concertada al respecto, que suelen producirse a un altísimo coste económico, humano y científico, y sobre todo que el mercado habría sido tan o más capaz de alcanzarlos sin su interferencia ni presunto auxilio. Tal como demuestra el Instituto Juan de Mariana en su último informe, si queremos más innovación debemos apostar por mucho más capitalismo liberal.