España lleva más de ocho meses sin gobierno y no sería sorprendente que la situación se prolongara al menos otro medio año. La aritmética parlamentaria ha sido lo suficientemente endiablada como para que ninguna coalición política factible alcance la mayoría absoluta, de manera que el bloqueo multilateral impide de momento cualquier investidura y aviva las probabilidades de avanzar hacia unas terceras elecciones generales.
Pero, además, el candado político no sólo se refiere a la investidura, sino a la gobernabilidad a lo largo de la legislatura: aun cuando el PP lograra acceder al Ejecutivo —y es que ninguna otra fuerza parlamentaria parece constituir ahora mismo una alternativa gubernamental en ausencia de unos nuevos comicios—, nada garantiza una legislatura donde las leyes que emanen de las Cortes estén mínimamente alineadas con la política económica que pretenda desplegar el Consejo de Ministros. No sería en absoluto descartable que el PP ocupara La Moncloa pero que PSOE y Podemos, con apoyos puntuales de otras fuerzas políticas, controlaran el Congreso.
En cualquiera de los dos casos —terceras elecciones o legislatura contrarreformista—, la famosa incertidumbre política continuaría instalada entre nosotros. Y es que, conviene insistir, la posible incertidumbre no trae causa de la incógnita acerca de la identidad concreta del inquilino de La Moncloa, sino de las políticas que terminarán implantándose, suspendiéndose o revirtiéndose en nuestro país durante los próximos años. Lo que puede ser objeto de preocupación para los inversores no es qué figuras públicas ocupen las distintas carteras ministeriales, sino cuál vaya a ser el entramado institucional —las reglas de juego— dentro de las cuales desarrollarán sus actividades futuras.
A la postre, muchas de las promesas electorales que se han colocado encima de la mesa a lo largo de los últimos meses —derogación de la reforma laboral, multiplicación de los impuestos sobre el ahorro y sobre las empresas, incremento del gasto y del déficit público aun a costa de enfrentarse con las autoridades europeas, etc.— amenazan con desestabilizar profundamente el desarrollo de la economía española y, por necesidad, han de generar cierta inquietud entre los potenciales inversores. Asimismo, la economía española sigue enfrentándose a numerosos retos —el mayor de ellos, el ajuste presupuestario— que requerirán de actuaciones decididas del Ejecutivo y que, sin embargo, es dudoso que puedan implementarse sin los suficientes apoyos parlamentarios. Ese riesgo, el de que se apliquen programas antieconómicos o el de que se obstaculicen las muchas reformas pendientes, es lo que alimenta la incertidumbre política.
En este sentido, la creciente posibilidad de unas terceras elecciones —o de una legislatura en suspenso— perpetúa esa posible incertidumbre. ¿A qué coste? Según el BBVA Research, la incertidumbre podría costar tres décimas de crecimiento en 2016 y seis en 2017. Estamos hablando, pues, de un coste acumulativo de más de 10.000 millones de euros en pérdidas de PIB potencial: o, en términos de empleo, alrededor de 150.000 puestos de trabajo menos de los que podrían crearse.
Por supuesto, se trata de estimaciones tentativas que deben tomarse con precaución, pero no deberíamos soslayar los problemas vinculados, primero, a que se terminen adoptando políticas económicas insensatas y, segundo, a que no se tomen las políticas económicas razonables que seguimos requiriendo con urgencia. Unas terceras elecciones supondrían otorgarle una tercera oportunidad al populismo; una investidura sin margen de maniobra parlamentaria equivaldría a estancarnos en la insostenibilidad de las finanzas públicas. En cualquiera de ambos casos, la política continúa obstaculizando la recuperación económica de familias y empresas.
El ajuste pendiente
El efecto más inmediato de la parálisis política es el mantenimiento de un déficit público por el que hemos estado a punto de ser sancionados. España debió cerrar 2015 con un desequilibrio fiscal del 4,2% del PIB y lo disparamos hasta el 5%. Los nuevos objetivos comunitarios nos imponen reducirlo hasta el 4,6% en 2016 y al 3,1% en 2017. El reto para este año es relativamente asequible —aunque las cifras de ejecución presupuestaria que vamos conociendo no invitan al optimismo—, pero el de 2017 resulta absolutamente imposible sin nuevos ajustes. El problema es que el vehículo para implementar tales nuevos ajustes son los presupuestos, y no parece haber mayoría política en las Cortes para que salgan adelante. Todo lo cual nos aboca en la dirección de otro incumplimiento del Pacto de Estabilidad y Crecimiento de cuya sanción, esta vez sí, será muy difícil escapar. La oposición durante estos días a la tramitación parlamentaria de unos presupuestos más austeros será la principal causa de las multas futuras.
La incógnita del empleo
Otro potencial inconveniente de la pasividad política es la incapacidad para hacer frente a las dificultades que pueden empezar a llegar desde el mercado laboral. Si bien los datos de paro del mes de julio fueron bastante buenos, los de la EPA del segundo trimestre de 2016 apuntaron a una sustancial ralentización del ritmo de creación de empleo. Todavía es pronto para saber, pues, si el notable ritmo de reducción del desempleo en el que llevamos más de dos años instalados se truncará durante los próximos trimestres, pero desde luego un Ejecutivo responsable no debería quedarse de brazos cruzados mientras tales amenazas se conjuran. Todos los organismos internacionales nos reclaman una profundización de la reforma laboral tanto para consolidar la expansión de la ocupación cuanto para atajar buena parte de las distorsiones que la anterior no resolvió: ésta sería una excelente oportunidad para promoverla… de no ser porque la aritmética parlamentaria es muy probable que terminara bloqueándola. Otro elemento de incertidumbre que se añade políticamente a nuestra economía.
Freno en la inversión extranjera
La inversión extranjera en España no está pasando por su mejor momento. En los doce meses que han transcurrido desde junio de 2015 a mayo de 2016, la entrada de inversiones a largo plazo en nuestro país se ha reducido en 6.800 millones de euros con respecto al período anterior comparable (una caída del 30%). Por supuesto, las causas que han motivado ese enfriamiento en la recepción de capitales foráneos pueden ser muy variadas y no necesariamente responder a la incertidumbre política (ya venían reduciéndose antes de 2015). Sin embargo, nuevamente no parece demasiado probable que las potenciales amenazas contrarreformistas y la provisionalidad política que contamina nuestras instituciones contribuyan demasiado a volver a nuestro país un destino global de inversión particularmente atractivo. Si algo buscan los empresarios que pretenden generar riqueza y no parasitar las prebendas del Estado es seguridad jurídica en un marco normativo poco intrusivo. Unas características que, por desgracia, ni ofrece nuestro país ni parece que vaya a ofrecer en el medio plazo.