El déficit público —y su consecuente acumulación en forma de deuda pública— sigue siendo uno de los grandes problemas de la economía española. En 2015 no cumplimos con la reducción comprometida de nuestro desequilibrio presupuestario y, como consecuencia, estuvimos a punto de ser sancionados por Bruselas. Por suerte para el gobierno y por desgracia para los españoles, la Comisión Europea optó por otorgarnos dos años más de plazo para reconducir nuestras cuentas: en 2016 deberemos rebajar el déficit del 5,1% del PIB al 4,6%, en 2017 al 3,1% y en 2018 al 2,2%. Sin embargo, y a pesar del muy moderado ajuste que se nos reclama en el presente ejercicio, las cifras de momento no están acompañando.
El déficit de la Administración Central del Estado se disparó en julio un 20% hasta ubicarse en el 2,66% del PIB: en poco más de medio año, ya rebasamos la marca registrada durante la totalidad del año anterior (2,4%), cuando deberíamos estar reduciéndola. Es verdad que, según explica el Ministerio de Hacienda, este estallido del déficit se debe a la liquidación definitiva del sistema de financiación de las comunidades autónomas y de las corporaciones locales del año 2014, pero ese matiz no es una excusa válida: primero porque la liquidación del sistema de financiación territorial forma parte todos los años del saldo presupuestario de la Administración Central; segundo porque, aun excluyendo la liquidación, el déficit del Estado se ubicaría en julio en el 2% del PIB, muy cerca del objetivo del conjunto del año (en 2015, el déficit de la Administración Central entre julio y diciembre se incrementó en otros 5.000 millones, lo que, de repetirse en 2016, dejaría su desequilibrio presupuestario al mismo nivel que el año anterior, incumpliendo así su compromiso). Los motivos de esta decepcionante evolución son de sentido común: los ingresos no crecen y los gastos no caen tanto como sería necesario.
Por el lado de los ingresos, la rebaja del IRPF y de Sociedades en 2015 continúa lastrando su expansión a pesar del crecimiento económico que vivimos. Por el lado de los gastos, su tímida reducción responde esencialmente a cuestiones cíclicas y no a recortes estructurales del tamaño del Estado: así, sólo en intereses de la deuda y en prestaciones por desempleo, el gasto se reduce en 5.300 millones de euros (equivalente a casi el 20% de todo el déficit); en cambio, los desembolsos dirigidos a remunerar a los empleados públicos o a transferencias sociales continúan aumentando sin freno. En contra de lo que sostiene el gobierno, si queremos terminar cumpliendo con el déficit público no nos va a quedar otro remedio que abrir una nueva ronda de ajustes que pinchen, de una vez por todas, la burbuja estatal con la que estamos cargando desde hace más de una década.