Los bancos centrales poseen una influencia desproporcionada sobre nuestras economías, en tanto en cuanto ostentan el monopolio de la creación de “dinero”. Su poder es tan elevado que ni siquiera necesitan tomar decisiones para que las repercusiones comiencen a sentirse: sus pronunciamientos son capaces de influir gravemente sobre las expectativas de consumidores o inversores y, por tanto, sobre sus actuaciones. En la Eurozona todavía tenemos muy presentes las mágicas palabras de Mario Draghi en julio de 2012 que calmaron rápidamente las potentes tensiones financieras que a punto estuvieron de destruir el euro. En EEUU, los discursos de Alan Greenspan, el presidente de la Reserva Federal entre 1987 y 2006, se examinaban con sumo detalle para poder anticipar cuáles serían sus movimientos y poder sacar partido de ellos.
Frente a las tradicionales “operaciones de mercado abierto” (open market operations, en inglés), durante las últimas décadas han ido cobrando cada vez más fuerza las llamadas “operaciones de boca abierta” (open mouth operations), consistentes en interpretar las palabras y las gesticulaciones de los banqueros centrales para ser capaces de anticipar el curso futuro de sus actuaciones. Lo que se dice cuenta tanto o más que aquello que se hace, al menos en el corto plazo.
Justo por ello, las bolsas europeas sufrieron ayer caídas significativas por la mera expectativa de que la Reserva Federal volviera a elevar los tipos en el muy corto plazo. Si la Fed finalmente encareciera el precio de su crédito en algún momento durante las próximas semanas, la decisión se interpretaría como una muestra de voluntad más firme y decidida a acabar con la era del “dinero barato” de lo que las zigzagueantes palabras de los miembros de la Fed habían dejado entrever hasta el momento. Y un alza de los tipos de interés se espera que podría acarrear efectos contractivos en tanto contribuiría a apreciar el dólar frente al resto de divisas, minoraría el margen de ganancias de la banca estadounidense e incentivaría a los inversores a trasladar su capital desde el mercado bursátil a otros instrumentos de renta fija que ofrecieran mejor precios que en la actualidad. Todo lo cual, se teme, dañaría a una economía como la estadounidense que ahora mismo está mostrando ciertas señales de debilidad.
Pero justamente porque una subida de tipos puede ser contractiva en el corto plazo, la Fed sigue sin pronunciarse con claridad acerca de sus verdaderos planes con respecto a la implementación de la política monetaria en el corto plazo. Lejos de publicitar un calendario sobre sus actuaciones futuras que sea transparente para el conjunto de los operadores de mercado, continúa dando bandazos para evitar despejar las actuales dudas: “ahora sí quiero subir tipos, ahora no”. Y es que, aun cuando su objetivo último sí parece ser el de terminar revertiendo en el muy largo plazo la actual política monetaria ultraexpansiva, la Fed está deliberadamente evitando ser clara para no afectar ya de lleno a las expectativas de los inversores (sobre todo antes de las elecciones): sólo así puede conseguir alargar durante un tiempo más los efectos artificialmente estimulantes de esa política monetaria que ya debería haberse suprimido hace mucho tiempo. Estamos, pues, ante una treta más de los omnipotentes bancos centrales para manipular los mercados a su arbitrio.
En suma, si algo dejan claro este tipo de comportamientos, que unos días recalientan la bolsa y la otra la pinchan como si fuera un juguete en las manos de un niño caprichoso, es que necesitamos otro marco de la política monetaria: no uno que otorgue un poder gigantesco a un ente público, sino uno que proporcione reglas previsibles y estables al conjunto de los agentes económicos. El monopolio de los bancos centrales es incompatible con ese nuevo marco monetario.