La economía española entró en crisis por su excesivo ensimismamiento: en lugar de mirar hacia el extranjero, optó por mirarse el ombligo. La burbuja inmobiliaria y el fuerte déficit exterior significaban justo eso: España se endeudaba con el resto del mundo para gastar por encima de sus posibilidades. Consumíamos lo que otros producían sin, a su vez, producir lo que esos otros querían consumir. La crisis nos golpeó de lleno justamente por esa enorme dependencia exterior: cuando a partir de 2009 se nos secaron las fuentes externas de financiación (cuando los bancos franceses y alemanes dejaron de prestarnos a manos llenas), España se quedó sin capacidad para proveerse con todos aquellos bienes y servicios que necesitaba: nuestro aparato productivo ni estaba capacitado para producir lo que los españoles querían ni, tampoco, para fabricar lo que deseaban aquellos extranjeros que sí producían lo que nosotros queríamos. Fue entonces cuando nos lanzamos a cambiar nuestro modelo productivo: de mirarnos el ombligo acumulando uno de los déficits exteriores más abultados del planeta a orientar nuestra industria nacional hacia el mercado exportador para, en apenas unos años, lograr erradicar el déficit exterior y sustituirlo, por primera vez en nuestra historia reciente, por un superávit comercial. Desde hace apenas tres años, España ya exporta más de lo que importa: no se endeuda con el resto del mundo sino que, poco a poco, empieza a amortizar sus deudas con el exterior. Y, evidentemente, en ese vuelco de nuestro modelo productivo —todavía inconcluso pero avanzando— ha jugado un papel fundamental el sector turístico.
Han sido muchos los políticos, economistas y analistas que desde hace décadas han desdeñado el sector de la hostelería; unos meses atrás, incluso se empezó a tildar despectivamente a España de “país de camareros”. Pero lo cierto es que el auge de turismo ha acelerado la recuperación de nuestra economía y, en general, de nuestra industria exportadora: sin turismo, es muy improbable que durante los últimos años la creación de empleo y de actividad se hubiera dirigido hacia otros sectores de mayor valor añadido. Simplemente no habría tenido lugar en absoluto y, sin tal impulso, tampoco habríamos disfrutado de toda la actividad y el empleo derivados del crecimiento turístico. Al parecer, 2016 volverá a ser un año récord en la industria, algo que no deberíamos lamentar en absoluto pese a que muchos políticos lo lamenten. Y es que, por desgracia, durante los últimos años hemos asistido a un rearme proteccionista e intervencionista contra el crecimiento del turismo en algunas de las principales ciudades españolas. Ése es precisamente el mayor riesgo al que se enfrenta el sector: las recurrentes invectivas de nuestra clase política contra una de nuestras más pujantes y exitosas industrias.