La conciliación de la vida laboral y familiar está centrando buena parte de la agenda del Gobierno durante esta nueva legislatura. La semana pasada, el Congreso aprobó extender el permiso de paternidad hasta las cuatro semanas y, a su vez, la ministra de Trabajo, Fátima Báñez, también reafirmó sus planes de conseguir que la jornada de trabajo de los españoles concluya con carácter general a las seis de la tarde.
En parte, esta orientación de las políticas públicas puede sonar razonable: España es un país que está entrando en un invierno demográfico (ya estamos en crecimiento vegetativo negativo, esto es, ya muere más gente de la que nace), algo que amenaza con lastrar su crecimiento y bienestar futuro.
Por consiguiente, parece lógico que se intente facilitar la compatibilización del ámbito profesional y del ámbito doméstico para así estimular la natalidad. Sin embargo, no deberíamos dejarnos llevar por las aparentes buenas intenciones pues, en la medida en que éstas tratan de imponerse regulatoriamente, pueden terminar arrojando consecuencias negativas e inesperadas.
En primer lugar, el alargamiento del permiso de paternidad aumenta el coste de contratación de aquellos trabajadores que se espere que vayan a ser padres durante la vigencia de la relación laboral. Ese mayor coste puede inducir a los empresarios a evitar la incorporación a su compañía de personas “potencialmente caras” (por ejemplo, jóvenes en edad de tener hijos) frente a otros posibles candidatos para ese puesto: es decir, puede reducir la contratación de aquellos individuos que más urgentemente necesitan un empleo por cuanto desean empezar a formar una familia.
En segundo lugar, poner fin a la jornada laboral a las 18.00 puede ciertamente mejorar la situación de muchos trabajadores que, en efecto, aspiren a regresar a sus hogares de manera más temprana para atender a sus hijos. Pero sería un error suponer que todos, o que una mayoría de empleados, comparten esa misma aspiración. Un reciente estudio de Randstad, empresa especializada en el área de recursos humanos, revelaba que más de la mitad de los trabajadores españoles deseaba otro tipo de estructuras horarias distintas a la jornada intensiva propuesta por el Gobierno: en concreto, un 33% prefería jornadas laborales con horario variable; el 16% un alargamiento de la jornada laboral a cambio de disminuir los días laborables a lo largo de la semana (por ejemplo, diez horas de trabajo diarias a cambio de librar tres días por semana); y un 7% optaría por jornadas diarias variables dentro de una misma semana.
Asimismo, del estudio de Randstad también se desprende que la principal preocupación de los españoles no es tanto el horario laboral cuanto el salario percibido: un 44% de los ciudadanos está satisfecho con su horario y su remuneración actual; un 48% querría trabajar más para cobrar más; y sólo un 8% estaría dispuesto a cobrar menos a cambio de trabajar menos horas. Por consiguiente, cualquier regulación que pueda forzar una homogeneización de las jornadas laborales o incluso una reducción de las mismas debería adoptarse con suma prudencia: presuponer que sólo existe una modalidad correcta de horario laboral y que todos los trabajadores, o una mayoría de ellos, deben ajustarse a tal molde impuesto desde arriba puede terminar perjudicando a muchos de ellos.
En realidad, la única forma de conseguir una mejora generalizada de las condiciones laborales es permitiendo que cada trabajador pacte con cada empresario las características de su empleo que mejor se ajusten a sus necesidades. Y para que ello sea posible es necesario que el paro se reduzca lo suficiente como para reforzar el poder de negociación de todos los empleados. La alternativa de regular las condiciones laborales desde el BOE puede generar más daños que beneficios.