Capitalismo es propiedad privada de los medios de producción. Liberalismo es respeto a los derechos individuales de las personas, incluida su propiedad privada pacíficamente adquirida. Capitalismo liberal, por consiguiente, es un sistema político-económico donde, por un lado, los medios de producción son privados y, por otro, se respeta escrupulosamente cada una de esas propiedades privadas.
Apenas esta breve descripción nos servirá para darnos cuenta de que en España no disfrutamos de capitalismo liberal: los medios de producción son de propiedad privada, sí, pero la propiedad privada de muchas personas es frecuentemente parasitada vía impuestos y regulaciones para privilegiar la propiedad privada de otros grupos cercanos al poder político. Acaso por ello, a este capitalismo de corte antiliberal suela denominársele “capitalismo de amigotes”, “capitalismo clientelar” o, simplemente, neomercantilismo.
El reciente rescate estatal de las autopistas R2, R3, R4, R5, M12, AP41, AP36, AP-7 Cartagena-Vera y AP-7 Circunvalación de Alicante es un buen ejemplo de este capitalismo radicalmente antiliberal que padecemos. Durante los felices años de la burbuja, nuestros omniscientes gobernantes quisieron sumarse a la orgía de la construcción asfaltando media España. Así, por ejemplo, el Plan de Infraestructuras 2000-2007, aprobado por el gobierno de Aznar, recogía la construcción de varias de estas vías hoy quebradas (como la R2, R3, R4 o R5): es decir, desde un comienzo estuvimos ante un plan político, motivado por intereses igualmente políticos, para crear una serie de infraestructuras con muy poca lógica económica.
Pero si el capricho de inaugurar estas vías era político, ¿por qué terminaron construyéndolas y gestionándolas empresas privadas como Abertis, ACS, Sacyr o Acciona? Pues porque los políticos no quisieron dotar ese enorme gasto público en sus presupuestos: nada más sencillo que delegar sobre las espaldas del sector privado ese desembolso a cambio de otorgarles el derecho a explotar comercialmente esas infraestructuras. Hasta aquí, empero, nada especialmente criticable: un equipo político con aires de grandeza quiere construir unas determinadas infraestructuras, les propone a varias empresas privadas hacerse cargo de las obras y éstas, tras efectuar sus cálculos de rentabilidad, aceptan el encargo. Pero, obviamente, la historia no termina aquí.
El encargo político a estas empresas privadas se hizo por el método de la “concesión pública”: es decir, el Estado seguía siendo formalmente propietario de las autopistas pero les concedía a sus constructores el derecho temporal a explotarlas comercialmente; finalizado el plazo (de hasta 40 años), las empresas concesionarias quedaban obligadas a hacer entrega a la Administración de todas las obras “en buen estado de conservación y uso”. Es decir, el Estado autorizó a construir y explotar tales autopistas y al cabo de varias décadas proyectaba quedárselas sin pagar nada por ellas. Maravilloso intercambio de cromos. Pero había una excepción a esta regla general que enturbiaba este crimen perfecto: si la concesión se resolvía de manera anticipada —por ejemplo, por insolvencia sobrevenida de la empresa concesionaria—, el Estado debía quedarse con las autopistas antes de plazo y, en consecuencia, indemnizar a las empresas concesionarias de acuerdo con “el importe de las inversiones realizadas por razón de la expropiación de terrenos, ejecución de obras de construcción y adquisición de bienes que sean necesarios para la explotación de la obra objeto de la concesión”. He ahí la parte más chusca de los tejemanejes público-privados: si el negocio de la concesionaria pincha, el Estado corre con los gastos de la inversión.
Por supuesto, esta “responsabilidad patrimonial de la administración” constituye un auténtico chollo para constructores y financiadores de tan faraónicas obras públicas: “si sale cara, gano; si sale cruz, no pierdo”. También constituye un chollo para aquellos políticos manirrotos que se ven maniatados por las restricciones presupuestarias y que, de este modo, son capaces de gastar aún más de lo que ya están gastando: “le asigno fuera de presupuesto la obra a una empresa privada y, salvo que su negocio salga mal, yo no tengo que asumir ningún gasto que deteriore mis ficticiamente impolutas cuentas públicas”. O dicho de otro modo, constructores y financiadores se forran por ayudar al Estado a blanquear sus cuentas. Cooperación público-privada, lo llaman.
Quien paga los platos rotos de esta cuasi fraudulenta operación es, claro, el de siempre: el contribuyente, esto es, aquellas familias y empresas no cercanas al régimen y parasitadas por una carga fiscal absolutamente desproporcionada. Pero no llamen capitalismo liberal a esta redistribución coactiva de la renta (desde grupos desorganizados a grupos organizados). Al contrario, el capitalismo liberal es la única alternativa realista a este capitalismo clientelar que padecemos: las empresas constructoras deben devenir propietarias de sus inversiones y, en consecuencia, han de asumir las venturas y desventuras que se deriven de ellas. Si una autopista logra beneficios, que los retenga; si una autopista acumula pérdidas, que sea liquidada y que el quebranto se reparta exclusivamente entre quienes la financiaron.
La alternativa estatalizadora que algunos grupos políticos están planteando ahora mismo —que sea el Estado quien construya y gestione desde un comienzo las infraestructuras— no sería menos nociva que el actual modelo de concesiones. Al cabo, ¿qué habría ocurrido si estas autopistas, cuya promoción fue desde el principio un capricho político, hubiesen sido construidas y administradas por el Estado? ¿Habrían sido esas inversiones menos malas de lo que son hoy? ¿Habrían circulado más vehículos de los que circulan hoy? ¿Habrían recibido esos vehículos un servicio más valioso del que reciben hoy? En absoluto: aunque el sector público se hubiese hecho cargo de tales obras, las autopistas habría supuesto exactamente el mismo despilfarro de recursos que han supuesto en la actualidad. La única diferencia es que no nos habríamos enterado de que son una ruina: el Estado, a través del presupuesto, seguiría inyectando por defecto dinero del contribuyente para mantenerlas en funcionamiento a pesar de su completa inutilidad. El rescate, como sucede con tantas desastrosas infraestructuras públicas, no habría recibido ninguna atención mediática, sino que se perpetuaría de tapadillo año tras año en los Presupuestos Generales del Estado. Pero el contribuyente sería saqueado exactamente igual que va a serlo ahora.
En definitiva, ni “privatizar beneficios y socializar pérdidas” ni, tampoco, “socializar beneficios y socializar pérdidas”. Al contrario: privaticemos beneficios y privaticemos pérdidas. Capitalismo liberal, sin más.