Los políticos adoran la construcción de grandes infraestructuras. Por un lado, les permite vender ante sus votantes la idea de que están tomando decisiones para impulsar el crecimiento económico a largo plazo. Por otro, el mayor gasto incrementa la contratación de trabajadores, dando lugar a un estímulo económico local muy del gusto del cacique regional del partido de turno. Lo que, sin embargo, no suele resultarles tan placentero es pagar por esas grandes infraestructuras. Si cada vez que construyéramos una carretera, un aeropuerto o una línea ferroviaria hubiera que subir impuestos al conjunto de los ciudadanos, es poco probable que éstos se quedaran con los brazos cruzados y no los castigaran posteriormente en las urnas.
Por eso, nuestros políticos han buscado mecanismos para evitar que los contribuyentes sufran inmediata y directamente los costes de la obra pública. Uno de esos mecanismos, sobradamente conocido y practicado, es el de la deuda pública: gasto hoy y pago mañana, de manera que mis electores actuales no perciben en sus carnes el coste de mis despilfarros. Otro, bastante común en el campo de las infraestructuras, es la concesión: el constructor se hace cargo del coste a cambio del derecho a cobrar un peaje a los usuarios. Esta última operación tendría pleno sentido en caso de que se desarrollara correctamente: aquellas personas que valoren lo suficiente la carretera, el aeropuerto o la línea ferroviaria que paguen por ella hasta cubrir con su coste; quienes, en cambio, apenas valoran tales vías de transporte, que no carguen con su coste.
El problema, claro, es que la concesión no se desarrolla correctamente por cuanto suele implicar la concesión de privilegios estatales a la empresa concesionaria. Uno de ellos es el de “responsabilidad patrimonial de la administración”: si el Estado resuelve la concesión antes de plazo —o si se ve “empujado” a resolverla debido a una bancarrota sobrevenida de la compañía concesionaria—, los inversores en la infraestructura serán merecedores de compensación por parte del sector público. Merced a ello, el riesgo de esa inversión se ve artificialmente reducido a costa de trasladárselo a las espaldas de los contribuyentes: casos recientes como el de las radiales o el túnel del AVE por debajo de los Pirineos ilustran ese exceso de distorsionadora intervención. Bienvenida, pues, la inversión privada con peajes pero siempre con la plena internalización del riesgo por parte del inversor.