El FMI publicó ayer sus previsiones de crecimiento económico para 2017 y 2018. Y, a diferencia de en ejercicios anteriores, el principal foco de preocupación para la economía mundial no vino de las secuelas económicas o financieras de la crisis, sino del auge del nacionalismo económico en algunos de los principales países del planeta, como EEUU (con Trump), Reino Unido (con May) o Francia (si Le Pen terminara triunfando). El Fondo todavía no ha incorporado a sus modelos el pernicioso efecto que acarrearía tal rearme proteccionista, por cuanto de momento la palabrería mercantilista todavía no se ha materializado en medidas antiglobalización específicas, pero sí alerta de que el riesgo existe y es importante.
Más proteccionismo significaría productos más caros y de peor calidad a escala mundial: las mercancías no se fabricarían allí donde sería más eficiente hacerlas, sino dentro de las estrechas fronteras nacionales por muy ineficiente que ello fuera. Y, en contra de lo que suele pensarse, el proteccionismo no es una política torpe que perjudique a los ricos (grandes multinacionales) para, al menos, frenar la deslocalización y beneficiar a las clases trabajadoras en forma de mayores salarios. Un reciente artículo de tres economistas estadounidenses (Jason Furman, Katheryn Russ y Jay Shambaugh) pone de manifiesto que ni siquiera esta hipótesis es cierta: las familias de renta baja gastan en bienes extranjeros un porcentaje de su ingresos relativamente mayor que el de las de rentas altas, de modo que un encarecimiento de esas mercancías importadas (como consecuencia del rearme arancelario) erosionaría mucho más intensamente su bienestar. El populismo de derechas es una amenaza económica de primer orden para todos los ciudadanos y debe ser combatido intelectualmente al igual que lo ha sido el populismo de izquierdas.