La coronación del emperador Trump abre para muchos un período de incertidumbre, miedo y desconcierto. Motivos para la preocupación desde luego existen: el nuevo presidente de los EEUU ha exhibido en numerosísimas ocasiones un perfil profundamente nacionalista que hace temer una escalada del mercantilismo con el consiguiente retroceso de la globalización. Su discurso de investidura, de hecho, fue una apología exaltada de ese nacionalismo, populismo y mercantilismo. Pero, además, incluso aquellos aspectos del programa del magnate neoyorquino que, de aplicarse correctamente, constituirían un notable avance para las libertades —como la liberalización del sector educativo y sanitario estadounidense— despiertan recelos y críticas por parte de todo el establishment socialdemócrata.
Ante el shock que ha supuesto la elección de Trump, muchos deberían haber empezado a replantearse sus dogmas ideológicos: el primero, que la democracia es un oráculo infalible; el segundo que, como la democracia jamás yerra, podemos otorgarle un poder absoluto sobre las libertades individuales. No obstante, el mito del colectivismo democrático es harto persistente y muchos se resisten a abandonarlo: por eso se lanzan de cabeza a buscar explicaciones alternativas a la victoria de Trump que exoneren a la democracia de su propio fracaso.
Junto al sabotaje ruso, la teoría preferida para justificar el triunfo de Trump ha sido las Fake News (las noticias falsas): supuestamente, los seguidores del republicano comenzaron a alimentarse de bulos divulgados por ellos mismos a través de las redes sociales y se aislaron de la realidad objetiva que era transmitida por los medios tradicionales, profesionales y diligentes. Desde esta perspectiva, para que la auténtica democracia sobreviva, resultaría necesario que los guardianes de la verdad controlaran los canales de producción y distribución de la información para que los ciudadanos voten cómo deben.
Sin embargo, que Trump hubiese ganado las elecciones merced a las Fake News no pasaba de ser una hipótesis que muchos necesitaban creerse para mantener su fe en el sistema. Ahora, empero, comenzamos a tener fundamentados indicios de que semejante hipótesis es incorrecta: los economistas Hunt Allcott y Matthew Gentzkow acaban de publicar una investigación donde concluyen que es altamente inverosímil que las Fake News tuvieran una influencia determinante sobre el resultado electoral.
En concreto, según calculan ambos autores, el estadounidense medio estuvo expuesto y recordaba en la recta final de las elecciones 0,92 noticias falsas pro-Trump y 0,23 noticias falsas pro-Clinton. Y para que semejante grado de exposición a noticias falsas pudiese haber supuesto un vuelco decisivo a los comicios, habría sido necesario que la influencia sobre el votante medio de cada noticia falsa equivaliera a 36 anuncios electorales en televisión (o, si volvemos la estimación altamente conservadora, a 13). Dado que es poco razonable suponer que una noticia falsa pro-Trump resultó más persuasiva que 36 anuncios televisivos pro-Clinton, cabe descartar la teoría de que el republicano haya alcanzado la presidencia gracias a la proliferación de noticias falsas a través de las redes sociales.
No, la victoria de Trump deberá explicarse por otras causas distintas (acaso por una pluralidad de ellas) a las Fake News. La democracia no es infalible aun cuando los medios de comunicación proporcionen información fidedigna: por eso, la mejor forma de protegernos frente a los abusos de poder de los gobernantes (o de las masas) no es reclamando más soberanía democrática, sino mayor soberanía del individuo frente al Estado. Todos aquellos que teman a Trump —y existen buenos, aunque también malos, motivos para temerlo— deberían tener muy presente que su estrenada omnipotencia no es fruto de la mentira, sino de unas preferencias, valores o intereses de decenas de millones de personas que ni coinciden ni coincidirán con las preferencias, valores o intereses de quienes se decantaron por Clinton o por otras opciones. No por las falsedades de los medios: sino por cosmovisiones en gran medida irreconciliables. Y, por eso, lejos de justificar que unos ciudadanos sometan coactivamente a otros o que los otros sometan a los unos, deberíamos estar reclamando mucha más libertad individual frente a todos los demás. La forma de pararle los pies al peor Trump —y a todos aquellos estadounidenses que apoyan sus ideas— no es apartándolo de la Casa Blanca y entregándole el poder a algún antiTrump con otras ideas tan o más peligrosas, sino limitando estrictamente el poder de cualquier gobernante. Cuando Trump apenas era un multimillonario, muy pocos lo temían; ahora que se ha convertido en presidente de los EEUU, son muchísimos quienes lo temen. ¿Por qué? Pues porque ahora, como presidente, su poder —incluso para actuar al margen de las leyes por las que nos regimos los demás— es muchísimo más amplio que cuando “sólo” era multimillonario. Ahí tenemos la clave: limitemos el poder del Estado hasta el punto en que no pueda asustarnos lo gobierne quien lo gobierne.