El ex juez Andrew Napolitano, uno de los analistas políticos libertarios más conocidos de EEUU, afirmó hace apenas unos días Donald Trump había ejecutado una de las acciones más revolucionariamente liberales que él había tenido ocasión de presenciar a lo largo de su vida: su orden ejecutiva contra el Obamacare insta a los funcionarios encargados de aplicar la ley a que utilicen su discrecionalidad en favor de los individuos y en contra del establishment gubernamental; es decir, que en la medida de lo posible hagan la vista gorda cuando un ciudadano decide saltarse el Obamacare, pues tal ley será derogada en el corto-medio plazo.
Y es verdad que, como sostiene Napolitano, la presunción que establece Trump a la hora de interpretar las leyes podría ser verdaderamente revolucionaria si, por un lado, se generalizara al conjunto del sistema normativo y, por otro, fuera verdaderamente respetada por el funcionariado. Pero, justo por ese mismo motivo, habrá necesariamente que admitir que la última actuación de Trump en materia migratoria es uno de los actos más contrarrevolucionariamente antiliberales que hemos presenciado durante los últimos tiempos.
A los liberales que creemos en las fronteras abiertas ciertamente nos duele que Trump erija mayores barreras migratorias o que discrimine caprichosamente qué nacionalidades extranjeras tienen permitido entrar en EEUU y cuáles no (nota bene: la igualdad jurídica es uno de los valores centrales del liberalismo). Pero no deberíamos ser hipócritas en esta sede: por desgracia, el gobierno y el Congreso estadounidense se arrogan amplísimas competencias en materia migratoria contra las que muy pocos han protestado en las últimas décadas. O dicho de otra manera, la mayoría de ciudadanos dentro y fuera de EEUU otorgan legitimidad a sus Estados para que administren las fronteras nacionales como si de cortijos privados se trataran: son ellos los que, con un gigantesco poder arbitrario, pueden determinar las condiciones de entrada de los extranjeros. En este caso, pues, Trump sólo ha utilizado su gigantesco poder arbitrario —que no debería poseer pero que sí posee— de un modo que muchos consideran desacertado. Mas prácticamente nadie se atreve a cuestionar, siquiera hoy, la legitimidad misma de ese poder.
Cuando hablo de actuación contrarrevolucionariamente antiliberal, pues, no me estoy refiriendo a una política migratoria que, siendo más restrictiva que la de Obama, es en el fondo continuista. Me estoy refiriendo a prohibir entrar (aunque sea temporalmente) en EEUU a los nacionales de siete países —Irak, Irán, Siria, Libia, Sudán, Somalia y Yemen— incluso si son titulares de un visado de residencia permanente (green card): una medida que la Casa Blanca incluyó originalmente en la orden ejecutiva y que, tras las enormes críticas recibidas, parece dispuesta a retirar. No en vano, los titulares de una green card son a todos los efectos prácticos —salvo en el derecho a votar y a formar parte de un jurado— ciudadanos de EEUU. Tras superar un largo y duro procedimiento de admisión, consolidan frente al gobierno el derecho a residir legalmente en el país. Ahora, Trump quería arrogarse la competencia de arrebatarles ese derecho a 500.000 personas, no porque hayan cometido ningún acto criminal, sino por su nacionalidad: aquellos nacionales de los siete países proscritos que sean titulares de una green card y que se hallaran de turismo fuera de EEUU, perdían temporalmente el derecho a regresar a sus hogares porque así lo ha determinado Trump en una orden ejecutiva.
No debería ser necesario resaltar los gigantescos poderes que el republicano estaba buscando obtener con ello. Si los titulares de una green card que sean nacionales de esos siete países y que se hallaran fuera de EEUU deben ser sometidos a un nuevo procedimiento de escrutinio para determinar si poseen los derechos que ya poseían, ¿por qué no someter a ese mismo examen incluso a quienes permanecen en suelo estadounidense? ¿Por qué resulta más peligroso un iraní con green card que estuviera visitando el Museo del Prado que uno residente en Houston? O todavía más, ¿por qué hemos de frenar la supervisión sobre los titulares de una green card y no extenderla a los nativos de esos países que hayan llegado a nacionalizarse estadounidenses?
De hecho, y yendo un poco más a la raíz del asunto, la orden ejecutiva de Trump apunta a que el propósito final de su orden ejecutiva es evitar que entren en el país personas con actitudes contrarias a los principios fundacionales de EEUU: “Debemos asegurarnos de que quienes entren en este país no muestren actitudes hostiles hacia EEUU y hacia sus principios fundacionales. Los EEUU no pueden, ni deben, acoger a aquellas personas que no acepten la Constitución o que coloquen sus ideologías violentas por encima de la ley”.
Y, ciertamente, ninguna sociedad debería acoger a aquellas personas que violen la ley: eso es el Estado de Derecho y para eso existen las cárceles (para apartar temporalmente de la sociedad a quienes no respeten ciertas normas mínimas de convivencia). En este sentido, puede ser razonable que antes de entrar o de obtener un derecho de residencia permanente en una sociedad se acredite una cierta predisposición a cumplir con las normas penales básicas de esa sociedad (cosa que ya sucede, por cierto, con los titulares de una green card). Quienes somos partidarios de las fronteras abiertas defenderemos que ese examen sobre los extranjeros sea más bien laxo —para evitar la arbitrariedad y los falsos negativos de la burocracia a la hora de aplastar una libertad que consideramos básica: la de circulación— y quienes se oponen a las fronteras abiertas defenderán un examen muy estricto —pues considerarán que los extranjeros no tienen ningún derecho a entrar o a residir en EEUU, de modo que no hay nada malo en rechazar preventivamente la inmigración de personas que no hayan superado con absoluto rigor el examen—. Pero lo que en todo caso resulta altísimamente peligroso es cercenar los derechos de residencia ya consolidados por la posibilidad —sin prueba alguna— de que sus titulares no se ajusten a los valores fundacionales de EEUU.
Incluso para un partidario de las fronteras cerradas, debería resultar inadmisible que el gobierno recorte sin condena firme la libertad de movimientos de aquellas personas que ya son ciudadanos o residentes legales en EEUU. Quien ya es ciudadano o residente legal en EEUU no puede ser coaccionado por su gobierno salvo que los tribunales demuestren, más allá de toda duda razonable, que ha violado las leyes penales del país. Si otorgamos al gobierno el derecho a secuestrar a aquellos residentes legales que ese gobierno sospeche que pueden ser peligrosos (cuando, para más inri, sólo fundamenta semejante sospecha en su nacionalidad de origen), ¿qué impide a ese gobierno hacer lo mismo contra aquellos ciudadanos sobre los que también sospeche —por cualquier otro motivo arbitrario— que son peligrosos aun cuando sea incapaz de aportar prueba alguna dentro de un procedimiento judicial reglado y garantista? En otras palabras, la escalada anti-inmigratoria de Trump, en especial por cómo afecta a los titulares de una green card, es un ataque directo al fundamento último del pensamiento liberal: la presunción de libertad, esto es, el respeto escrupuloso a la libertad de las personas salvo que existan fundados y comprobados motivos para limitarla.
Así las cosas, las mismas razones a las que apela Trump para impedir la entrada de tenedores de una creen card podrían ser aducidas para suspender el habeas corpus, para establecer pasaportes internos o para cerrar medios de comunicación. Nótese que no estoy pronosticando que Trump vaya a hacer o quiera hacer nada de esto: sólo estoy constatando que, con la redacción original de su orden ejecutiva anti-inmigración, el presidente se estaba arrogando unos poderes extraordinarios que bien podrían emplearse para justificar la comisión de cualquiera de esas fechorías. No se trata sólo de pararle los pies ahora a Trump: se trata de parar los pies a esta aberrante y liberticida extensión de las competencias gubernamentales. Por suerte, parece que las presiones y las críticas están surtiendo efecto y esta peligrosísima medida contra las libertades fundamentales de las personas podría terminar desapareciendo de la orden ejecutiva. Los liberales deberíamos ser los primeros en exigirlo.