La Reserva Federal estadounidense optó la semana pasada por no incrementar nuevamente los tipos de interés. Todo según lo previsto: al cabo, la propia Fed indicó hace poco más de un mes que sólo aumentará sus tasas en tres ocasiones a lo largo de 2017. Todavía resta, pues, la mayor parte del año para cumplir con su indicación. Sin embargo, todo apunta a que sus próximos movimientos estarán estrechamente condicionados por la política económica que vaya a desplegar Donald Trump. No ya porque el republicano haya amagado en más de una ocasión con tomar el control del organismo monetario acabando con su autoproclamada independencia frente al poder Ejecutivo, sino también por sus más conocidas propuestas presupuestarias.
Y es que el presidente de EEUU recalcó la semana pasada su intención de bajar enérgicamente los impuestos a lo largo de la presente legislatura: por desgracia, Trump no ha especificado qué partidas de gasto piensa recortar para financiar tan considerable alivio tributario sin recurrir a la emisión de deuda. Si, como parece harto probable, el republicano se limita a bajar impuestos a costa de engordar el déficit público, nos encontraríamos ante un programa fiscal abiertamente keynesiano, lo que tensionaría la inflación del país… a menos que la Reserva Federal acelerara la escalada de los tipos de interés internos, así como la retirada del resto de estímulos monetarios. Mas no está claro que la Fed posea capacidad para reabsorber con suficiente rapidez el sobreabundante exceso de liquidez que ella misma ha venido generando desde 2009: no, al menos, sin encarecer tanto el crédito como para amenazar con una nueva recesión. Por eso, el temor cada vez más extendido es que, pese a las previsibles subidas de tipos de la Fed, el plan fiscal de Trump contribuirá a cebar la inflación, erosionando el poder adquisitivo de trabajadores y ahorradores.