La democracia agregativa (todos votamos para decidir qué hacer entre todos) se halla sometida a hondos problemas que impiden su adecuado funcionamiento: no hay incentivos para votar informadamente, todos los ciudadanos estamos expuestos a importantes sesgos cognitivos a la hora de emitir nuestro sufragio y la selección arbitraria de una regla electoral condiciona el resultado final de los comicios. Pero, sobre todo, la democracia agregativa corre el riesgo de degenerar en un mero despotismo de las mayorías: las coaliciones de votantes más numerosas consiguen imponer coactivamente sus fines compartidos a las minorías disidentes.
La solución que muchos teóricos de la democracia han ofrecido a estas serias deficiencias del proceso democrático agregativo ha sido la de profundizar en la deliberación entre las distintas opciones electorales en liza: si los electores, o sus representantes, dialogan honestamente entre ellos, tenderán a descubrir cuál es el interés general de la sociedad y también a perseguirlo racionalmente. En tal caso, no será necesario imponer nada a nadie por la fuerza, sino que todas las partes llegarán a un acuerdo colectivo negociado. Tal como resume Habermas:
Si existe desacuerdo, la democracia deliberativa exhorta a sus ciudadanos y a sus representantes a seguir reflexionando juntos. Si el desacuerdo puede resolverse en términos recíprocos, la deliberación hará más fácil el acuerdo que la agregación de votos. Si no es posible resolverlo, la deliberación hará más probable alcanzarlo en el futuro que la agregación de votos, y asimismo promoverá el respeto mutuo entre los ciudadanos. A través de la deliberación, los ciudadanos reconocen la posibilidad de alterar sus preferencias. Sus preferencias actuales pueden no ser las preferencias que quieran expresar más tarde.
En realidad, sin embargo, la democracia deliberativa no es un mecanismo para alcanzar la verdad y para ajustar nuestras heterogéneas preferencias a ella, sino para engañar a los ciudadanos haciéndoles creer que están avanzando hacia la verdad al tiempo que se mantiene la imposición coactiva de las coaliciones mayoritarias sobre las minoritarias. El reciente congreso de Podemos de Vistalegre II nos puede servir como un buen ejemplo de esta triste realidad.
De entrada, expongamos los requisitos mínimos para que la democracia deliberativa pueda llegar a tener éxito: si se pretende lograr un acuerdo acerca de qué políticas integran el “interés general”, tal interés general deberá existir y deberá ser buscando desinteresadamente por todos los deliberantes. Eso es lo que —supuestamente— ocurre en ciencia: existe una verdad objetiva que la comunidad científica busca descubrir mediante un conjunto de investigaciones descentralizadas que son sometidas posteriormente a debate, crítica e integración. Sin embargo, fijémonos en que, incluso en ciencia, este proceso de búsqueda de la verdad puede no desarrollarse sin contratiempos ni fricciones: para algunos científicos, el objetivo podría no ser (únicamente) el de buscar la verdad, sino el de obtener fama, prestigio o dinero, en cuyo caso podrían negarse a reconocer sus errores tratando de engañar a los demás.
Y si en ciencia ya puede ser en ocasiones complicado alcanzar un consenso sobre la verdad, qué no sucederá en política. No en vano, el problema de la deliberación en política es doble: por un lado, no existe —ni puede existir— un consenso a gran escala acerca de qué es el interés general (cada cual tenemos nuestra propia visión acerca de qué es una “buena sociedad”); por otro, la deliberación democrática es un procedimiento para conquistar un mecanismo —el Estado— que permite imponerles a los demás la visión personalísima sobre ese interés general. El incentivo perverso es, pues, más que evidente: la deliberación no buscará hallar una verdad objetiva que en este caso no existe, sino que será empleada para manipular a los demás con el propósito de imponer generalizadamente las ideas propias.
Vistalegre II ha sido, como decíamos, una perfecta escenificación de este fiasco inexorable de la democracia deliberativa. El caso es significativo porque Podemos se ha venido erigiendo como una fuerza política con el autoproclamado propósito de regenerar y profundizar en los mecanismos democráticos de España. Sin embargo, su Asamblea Ciudadana no ha sido el reflejo de ninguna profundización democrática, sino de la impostura: el acuerdo entre las distintas candidaturas —“la unidad” que exigían las bases— era imposible de partida porque todas ellas mantenían estrategias irreconciliables. Estas irreconciliables diferencias entre estrategias derivaban, a su vez, de un desacuerdo más de fondo: mientras que unos prefieren sobrevivir políticamente aun a costa de renunciar a ser una fuerza mayoritaria (la estrategia de Pablo Iglesias de “amarrar” los votos de la extrema izquierda va en perjuicio de su potencial de crecimiento hacia los sectores más moderados), los otros prefieren aspirar a ser una fuerza mayoritaria aun a costa de desaparecer políticamente (la estrategia transversal de Íñigo Errejón pretende minimizar el rechazo que genera Podemos entre los sectores más moderados de la sociedad, pero podría terminar abocando al partido a no recibir los votos de los moderados y a perder los votos de los radicales). No hay acuerdo posible entre dos estrategias contrapuestas cuyas diferencias emanan, a su vez, de preferencias personales enfrentadas y no enteramente racionalizables (¿es preferible arriesgarlo todo o es mejor consolidar lo conseguido?).
Por eso, en Vistalegre II nunca hubo auténtico margen real para la deliberación y lo único que se ha producido ha sido una lucha sin cuartel por el poder: aquel grupo que saliese victorioso —en este caso, el de Iglesias— obtendría la legitimidad para imponer centralizadamente su estrategia al conjunto del partido. Jamás existió ni posibilidad ni voluntad de entendimiento acerca de las discrepancias de fondo: el debate no ha sido tal y el ejercicio del voto sólo ha servido para que —como sucede en las democracias agregativas— las mayorías se impongan sobre las minorías. Se ha ritualizado el diálogo para enterrarlo; se ha fingido la unidad para ocultar la irremediable división. La deliberación democrática ha fracasado dentro de Podemos, pues no ha servido para buscar honestamente un imposible acercamiento de posturas: sólo ha servido para camuflar lo que verdaderamente estaba teniendo lugar, a saber, la imposición mayoritaria del criterio del candidato más popular (no por casualidad, el líder indiscutido del partido).
Ciertamente, cabría argumentar que no hay nada de malo en que unas posturas se impongan sobre otras dentro de un partido: de hecho, cualquier organización necesita una misión compartida —y un mando único— para que todos sus integrantes se dirijan coordina y eficazmente hacia la misma. Pero lo que puede resultar justificable en cualquier asociación —un partido, una empresa, un club— no es justificable en una sociedad: las sociedades no son organizaciones donde todos los individuos deban perseguir unos mismos fines superimpuestos por el gobierno o por la mayoría de la población, sino marcos institucionales que permiten que cada cual persiga pacíficamente sus propios fines. El potencial despótico de la democracia agregativa persiste con la democracia deliberativa, aun cuando escojamos como representantes políticos a aquellos que supuestamente están más empeñados por regenerar y mejorar la democracia. En realidad, la única vía para salvaguardar las libertades individuales consiste en minimizar el ámbito político de decisiones colectivas, es decir, en imponer restricciones a todo aquello que los políticos o las mayorías electorales puedan hacer para así respetar el autogobierno personal en cuantos ámbitos resulte posible. No más Estado y más democracia, sino menos Estado y más libertad.