La educación pública suele caracterizarse como uno de los mayores logros de cualquier sociedad desarrollada que se precie: los individuos disfrutan de acceso garantizado a un amplio abanico formativo que les permite aprehender a los conocimientos necesarios para devenir buenos profesionales y mejores ciudadanos. La educación pública nivela las oportunidades de todos y es uno de los mayores promotores de la igualdad real.
O al menos esto es lo que se nos cuenta. La realidad es bien distinta: la educación pública es un proveedor político-burocrático de enseñanza que debe ser financiado por los contribuyentes. En lugar de permitir que cada ciudadano escoja con sus ingresos antes de impuestos —e incluso, si alguien apostara por una cierta redistribución de la renta, mediante transferencias complementarias que recibiera del Estado— qué centros formativos desea para sus hijos o para sí mismo, se nos obliga por la fuerza a costear de antemano un sistema que bien podemos rechazar.
Huelga insistir en cómo, bajos estas condiciones, el contribuyente se halla completamente a merced de los caprichos de la burocracia funcionarial. Aun si los docentes de la escuela y de la universidad pública prestaran un pésimo servicio, la inmensa mayoría de contribuyentes se verían forzados a recurrir a ellos por cuanto ya han pagado su salario vía impuestos y no cuentan, después de afrontar tan confiscatorios impuestos, con renta disponible suficiente como para abonar las tarifas de un centro privado (los únicos que pueden permitirse pagar dos veces por la educación, la pública y la privada, son “los ricos”: igualdad de oportunidades, lo llaman).
El potencial abuso de la burocracia funcionarial sobre un ciudadano que carece de libertad para rechazar los malos profesores, los malos planes de estudio o las malas infraestructuras educativas es tan evidente que no debería ser necesario recordarlo: se trata de una indefensión absoluta que cualquier padre o cualquier estudiante palpa día a día dentro y fuera de las aulas. Menos obvio, sin embargo, es el enorme poder sobre la educación del que también disfrutan los mandamases últimos de esa burocracia funcionarial, los cuadros políticos gobernantes.
Es verdad que algunos de los potenciales abusos de los políticos sobre la educación son de sobra conocidos: las reformas de los planes de estudio suelen ser submarinos para inocular algún tipo de adoctrinamiento que sea del interés del partido o de los lobbies de turno (la religión, la lengua propia, la historia común, la formación cívica…); asimismo, los recortes del gasto educativo, aun cuando puedan ser necesarios y beneficiosos, también abren la puerta a un posible desmantelamiento de servicios esenciales en perjuicio de una ciudadanía que se ha visto forzada a pagar por ellos.
Sin embargo, existen otros posibles abusos políticos que, acaso por lo que tienen de arbitrario y de limitativo del presunto espíritu de la educación pública, no suelen ser tenidos en cuenta por la inmensa mayoría de los ciudadanos. En las últimas semanas, hemos tenido ocasión de presenciar dos claros ejemplos de ello.
El primero procede de EEUU y, más en concreto, de Donald Trump. Hace unos días, el activista de la alt-right Milo Yiannopoulus fue invitado por una asociación estudiantil conservadora a dar una charla en la Universidad de Berkeley. La extrema izquierda, siempre tan respetuosa con la libertad de expresión ajena, optó por recurrir a la violencia miliciana para impedir que Yiannopoulus diera su conferencia… y lo consiguió. La Universidad tuvo que cancelar el acto, impidiendo que Yiannopoulus se dirigiera a los estudiantes. A las pocas horas, Trump amenazó a Berkeley con retirarles cualquier financiación pública si no eran capaces de garantizar la libertad de expresión a todo el espectro ideológico.
No es mi intención valorar la polémica en sí misma cuanto colocar el foco en el enorme poder arbitrario que posee no ya Trump sino cualquier presidente del gobierno en Occidente: la educación pública es un sistema donde los políticos manejan las fuentes de financiación de los centros educativos y donde, por tanto, pueden determinar qué centros permanecen abiertos y cuáles deben ser cerrados. Nótese que, en este caso, Trump no está decidiendo qué hacer con su propio dinero, sino con el de millones de contribuyentes, algunos de los cuales querrán que la Universidad de Berkeley siga siendo financiada con su dinero y otros muchos que preferirán la interrupción inmediata de cualquier transferencia de su dinero. En lugar de permitir que cada cual brinde o retire su apoyo a aquellos centros de enseñanza que desee utilizar o que desee que otros utilicen, el sistema de enseñanza estatal nos obliga a todos a tomar aquella decisión que el presidente adopta en nuestro nombre.
Cuando esa decisión presidencial implica transferir amplias sumas de dinero a los diversos centros estatales —incluso obligando a contribuir a quienes no quieren hacerlo—, los partidarios de la enseñanza pública se muestran satisfechos y sólo aprecian ventajas en el sistema; cuando, en cambio, la decisión presidencial implica retirar sumas de dinero a algunos centros que no se ajustan a los criterios marcados por el gobierno, entonces protestan airados por el uso arbitrario que se está haciendo de su dinero. En realidad, ambas opciones forman parte indisociable del funcionamiento del sistema de enseñanza pública: una vez le entregamos nuestro dinero y nuestra autonomía a un político, éste es el que pasa a escoger en nuestro nombre, tanto para abrir centros como para cerrarlos. Todo defensor de la educación pública debería interiorizar que su sistema permite que, de tanto en cuando, tipos como Trump (o como Le Pen, o como Putin, o como Maduro, o como cualquier otro político que no nos guste) gocen de un poder cuasi absoluto sobre la educación de todos los ciudadanos de un país.
Acaso se nos diga que tales problemas sólo pueden darse en sociedades con insuficiente cultura democrática y valores cívicos: las sociedades avanzadas son inmunes al riesgo de arbitrariedad política sobre la educación que reciben sus ciudadanos. Pero no. Hace apenas un mes, Dinamarca —paradigma de socialdemocracia moderna— aprobó una polémica norma dirigida a limitar el acceso a la educación de los estudiantes: se denegaba la financiación pública a aquellos daneses que quisieran cursar un segundo grado universitario tras haber concluido el primero. Tras las protestas de rigor, se “relajó” la restricción y se permitirá iniciarla seis años después de haber completado el primero título. Pero, nuevamente, nos topamos con un problema similar al anterior: los daneses pagan gigantescos impuestos que terminan siendo administrados de un modo arbitrario por sus políticos. A buen seguro habrá daneses que preferirían haber destinado los muchos impuestos que abonan a pagarse un segundo grado (en lugar de a otras partidas del presupuesto estatal que no valoran en absoluto), mientras que otros daneses ni siquiera querrán costearse un solo grado. ¿Por qué forzarles a todos ellos a que gasten su dinero de un mismo modo y que ese mismo modo sea determinado por una camarilla política? ¿Por qué no permitir a cada danés escoger cómo vivir su propia vida y, por tanto, cómo orientar su propia formación?
Si queremos ser verdaderamente soberanos sobre nuestra educación, no debemos aspirar a ser unos esclavos con cierta capacidad de influencia sobre nuestros amos, sino a romper las cadenas tributarias y regulatorias que nos impiden escoger al margen de las directrices gubernamentales. La educación pública no es más que una forma de arrebatarle a cada ciudadano el derecho a gestionar su propia educación para entregárselo a una burocracia funcionarial y a una oligarquía política que lo administrará en su propio beneficio: no en el nuestro.