Una de las mayores chapuzas jurídicas perpetradas por el Tribunal Supremo durante su historia reciente fue declarar la nulidad no retroactiva de las cláusulas suelo. Como cualquier jurista sabe, la nulidad es una figura jurídica que implica que un determinado acto jurídico jamás fue realizado (por ausencia de alguno de los requisitos fundamentales para su validez), de manera que a una declaración de nulidad jamás pueden atribuírsele efectos “ex nunc” (a partir del momento en el que se efectúa la declaración de nulidad) sino que necesariamente serán efectos “ex tunc” (desde el momento en que se practicó el acto jurídico no válido). Las cláusulas suelo no podían ser una excepción a esta regla de puro sentido común, pero el Alto Tribunal consideró pertinente atentar contra la lógica jurídica más elemental por la peligrosidad macroeconómica que implicaba obligar a las entidades financiaras a devolver varios miles de millones de euros a todos los afectados por tales estipulaciones contractuales nulas.
Y, como no podía ser de otro modo, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea le afeó hace unas semanas su conducta a nuestro Tribunal Supremo instándolo a que la declaración de nulidad tuviera carácter retroactivo; y, como tampoco podía ser de otro modo, el Supremo ha terminado agachando la cabeza y, pese al recurso presentado por el BBVA, ha tenido que dar su brazo a torcer. Uno puede —y a mi entender debe— criticar los criterios que empleó el Supremo para considerar nulas las cláusulas suelo voluntariamente convenidas entre las partes: pero lo que no puede hacerse es retorcer el significado de nulidad para tratar de minimizar las implicaciones sociales y económicas de una sentencia. Más nos hubiese válido que nuestros magistrados se hubieran preocupado más por no exagerar la presencia de vicios del consentimiento en la suscripción de cláusulas suelo que por retorcer el significado tradicional de nulidad.