En política no se suele estar ni por principios ni por ideales, sino por ambición de poder. Y para alcanzar el poder se necesitan apoyos, esto es, construir coaliciones de intereses comunes lo bastante amplias como para legitimar socialmente que una pequeña camarilla de personas gobierne sobre las demás. Tales coaliciones de intereses se construyen, dentro de nuestras democracias occidentales, a través de máquinas electorales profesionalizadas y burocratizadas llamadas “partidos políticos”, los cuales compiten en un sacralizado ritual sufragista conocido como elecciones democráticas: quien gana las elecciones —según las relativamente arbitrarias reglas de agregación de votos vigentes en una sociedad— deviene legitimado para mandar. Pero antes de poder optar siquiera a participar en ese rito electoral, los aspirantes deben ser capaces de construir coaliciones de intereses comunes dentro de su partido para, a su vez, alzarse con el poder dentro de él.
Por consiguiente, cualquier político que aspire a gobernar a corto plazo un país deberá por necesidad ser un político flexible en sus convicciones: primero deberá llegar a un consenso amplio con los distintos grupos de interés dentro de su partido y después deberá hacerlo con sectores mucho más amplios de la sociedad. Lo más probable, pues, es que cuando se postule como líder del partido ya haya traicionado parte de sus principios y más tarde, cuando se postule a jefe de Gobierno, decida traicionar tanto parte de sus principios personales como parte de los principios que había exhibido para llegar al liderazgo del partido. Por eso en política tiende a prevalecer la sed de poder sobre los principios: las personas con convicciones innegociables son barridas de inmediato y apartadas de la carrera política por sus propios correligionarios.
Cuando Pedro Sánchez llegó por primera vez a la secretaría general del PSOE lo hizo de la mano de una facción del partido con dos ejes programáticos básicos: su escepticismo a una alianza con Podemos y su oposición a una mayor descentralización del Estado español. La dirigente que tanto entonces como ahora encarnaba perfectamente esos dos pilares ideológicos era Susana Díaz, líder del socialismo andaluz: su gobierno regional no sólo había nacido desdeñando los pactos con Podemos y llegando a acuerdos con el centro-izquierda de Ciudadanos, sino que Díaz —probablemente por mero interés crematístico en un sistema de financiación autonómica que beneficia a la Junta de Andalucía— hacía gala de defender la unidad de España y de oponerse a cualquier concesión al independentismo catalán. Sánchez fue presa en todo momento de esos pactos internos que lo auparon a la secretaría general: desde un comienzo, su oposición a pactar “con el populismo, ni antes, ni durante, no después” fue rotunda; también sus proclamas a favor de la unidad de España y en contra del secesionismo.
Pero, como es sabido, en última instancia fueron esas servidumbres las que le impidieron alcanzar la presidencia del Gobierno, tanto tras las elecciones del 20 de diciembre de 2015 cuanto tras los comicios del 26 de junio de 2016: en ambos casos, un acuerdo parlamentario con Podemos y con el nacionalismo catalán le habría permitido derrocar a Rajoy y alzarse con la presidencia del Gobierno. De hecho, fue su tentación de traicionar esos pactos tras las elecciones del 26-J lo que precipitó su decapitación política por el Comité Federal del PSOE. Y ahí es cuando se gestó no un cambio de ideales o de principios en Pedro Sánchez, sino de estrategia política para recuperar el poder: de ser el candidato a la presidencia del sector socialista anti-Podemos y pro-España pasó a convertirse en su represaliado. Pero como no quedaba demasiado épico presentarse en público tan sólo como la víctima de una lucha intestina de su partido, tuvo que añadirle dramatismo ideológico a la narrativa de su calvario y pasó a describirse como la víctima de una gigantesca conspiración de los poderes fácticos del Ibex 35, de la prensa y de la Troika. Ahora, con el anuncio de su candidatura a la secretaría general del PSOE, no le queda otra que buscar su nicho de mercado entre los militantes socialistas: no competir por el mismo espacio ideológico que Susana Díaz, sino completar su reinvención como el caudillo del ala más izquierdista del PSOE con tal de recoger el apoyo de la indignación socialista.
Y así, Sánchez regresa ahora reconvertido en el héroe de aquellos sectores del PSOE —la izquierda más radical y el nacionalismo centrífugo— contra los que ganó y combatió durante su anterior etapa como secretario general. Este lunes, sin ir más lejos, presentó las líneas maestras de su nueva propuesta política en el documento “Somos socialistas: por una nueva socialdemocracia”; una recopilación de ocurrencias que en el fondo y en la forma pretende acercarse a Podemos e incluso adelantarlo por la izquierda: lucha global contra el capitalismo neoliberal (puntos 32 a 37), oposición a las políticas austericidas (punto 126), derogación del artículo 135 de la Constitución (punto 103), mutualización europea de la deuda pública (punto 39), institución de una especie de derecho al crédito (punto 70), recuperación de la banca pública (punto 73), creación de nuevos impuestos sobre las máquinas (punto 77), transición hacia una renta básica universal en forma de impuesto negativo sobre la renta (punto 78), derogación de la reforma de las pensiones (punto 71) y de la reforma laboral (punto 56), elevación del salario mínimo a 1.000 euros mensuales (punto 72), democratización de la toma de decisiones en las empresas mediante el control sindical (punto 72), e incluso reparto de los puestos de trabajo mediante la reducción de la jornada laboral a 30 horas semanales.
Más allá de la opinión específica que nos merezcan estas y otras propuestas contenidas en el documento de Sánchez, lo que sí debería llamarnos la atención es la extrema plasticidad de la ideología sanchista: lo mismo vale para defender el artículo 135 de la Constitución como para proponer dinamitarlo; lo mismo para oponerse frontalmente a la renta básica como para impulsarla incluso cuando Podemos ya la ha sacado de su programa; o lo mismo para rechazar la jornada laboral de 35 horas como para prometer una jornada de 30. Lo grave, pues, es la absoluta maleabilidad del político medio español, del cual Sánchez es sólo un desacomplejado representante: una persona sin ningún tipo de valor ni de principio salvo su ambición personal de alcanzar el poder y de mantenerse en él. Nuestras libertades se hallan en manos de manipuladores profesionales y de ungidos megalómanos. El interés general, ya saben.