Por primera vez desde su creación, la eurocracia comunitaria reconoce que podría ser prescindible en el futuro y que la Unión Europea, tal como la hemos conocido hasta hoy, podría llegar a su fin. No se trata ni de un deseo ni tan siquiera de un pronóstico: únicamente plantean una posibilidad que, hasta el terremoto del Brexit, había constituido todo un tabú dentro del entramado bruselense.
Así las cosas, el Libro Blanco sobre el futuro de Europa recoge como segundo posible escenario sobre nuestro futuro cercano el que la Unión dé un paso atrás para reconfigurarse únicamente como un mercado común dentro del cual se respete el contenido esencial de sus cuatro libertades fundamentales (libertad de movimientos de personas, mercancías, servicios y capitales)… pero nada más. En el otro extremo quedaría la opción de huir hacia delante instituyendo unos Estados Unidos de Europa donde el gasto, los impuestos, las regulaciones y la toma de decisiones se hallaran mucho más centralizada en manos de Bruselas.
Muchos liberales apuestan decididamente por esta segunda opción: no en vano, uno de los grandes problemas que sufre España a día de hoy es la pésima calidad de sus instituciones formales. Los políticos españoles gobiernan el país como si fuera un cortijo privado, saltándose cualquier control procedimental que hayan instaurado, o que deberían haber instaurado, para constreñir su escandalosa arbitrariedad. En este sentido, la integración dentro de la Unión Europea nos ofrece la oportunidad, por un lado, de crear casi desde cero nuevas instituciones de gobernanza más funcionales y, por otro, de establecer supervisiones externas y tecnocráticas al correcto funcionamiento interno de esas nuevas instituciones. El control del déficit público, la delegación de la política monetaria al BCE, el arancel exterior común, la abolición de las fronteras internas vía Schengen, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea o la prohibición de las ayudas de Estado son ejemplos de esta nueva arquitectura institucional importada desde Bruselas que resta capacidad de maniobra a la oligarquía política nacional y que impulsan las libertades de los ciudadanos.
Ahora bien, fijémonos en que la importación de nuevas instituciones comunitarias no equivale a suprimir las oligarquías políticas, sino a reemplazar las oligarquías nacionales por las oligarquías comunitarias: por ello, aquellos liberales que valoran positivamente las instituciones europeas en el fondo sólo nos están diciendo que confían más en una camarilla de burócratas alemanes, holandeses o fineses que en una integrada únicamente por españoles. Y no negaré que, a la vista de la flora y fauna nacional, puede que exista una muy racional base para tal preferencia, pero en todo caso esa base será enormemente estrecha. Por un lado, la preferencia por las instituciones comunitarias sobre las nacionales dependerá del entorno de referencia: en varios países europeos, la implantación de un nuevo marco institucional dirigido por la oligarquía comunitaria puede suponer un deterioro de la calidad de sus propias instituciones (de manera paradigmática: el Banco Central Europeo es un peor banco central que el Bundesbank aunque mejor que el Banco de España). Por otro, la importación de las instituciones comunitarias implica modificaciones estructurales que van mucho más allá de la mera mimetización de las “normas de juego” marcadas por Bruselas: en particular, la importación de esas instituciones forma parte de un proceso de expansiva centralización del poder político (“cesión de soberanía”) en las manos de Bruselas. Y esta última es una transformación de demasiado calado como para que los liberales no la cuestionen de raíz.
Aclaremos que, como liberal, no me considero nacionalista: es decir, no creo que la soberanía le corresponda naturalmente a la nación (más bien, le corresponde a cada individuo en particular) y, por tanto, tampoco creo que ceder soberanía a Bruselas suponga un atentado contra ningún derecho colectivo de los pueblos. Mas la centralización política equivale, en la práctica, a una cartelización de los actuales Estados miembros para ejercer monopolísticamente el poder político. La inmensa mayoría de economistas suele observar con desconfianza la existencia de monopolios —hasta el punto de defender políticas antitrust dirigidas a poner coto a su interferencia en el mercado—, pero muy pocos de esos mismos economistas muestran una especial preocupación con el establecimiento de monopolios estatales cada vez más extensos y poderosos: y, sin embargo, las razones que pueden volver nocivo a un monopolio en el ámbito mercantil son las mismas que lo vuelven tanto mal temible en el ámbito político.
Desde el lado de la demanda (desde la perspectiva de los consumidores o ciudadanos), los monopolios tienden a deteriorar la calidad y cantidad del bien ofrecido así como a elevar los precios: es decir, los servicios públicos recibidos por los ciudadanos tenderán a ser de peor calidad y más caros (esto es, desconexión entre ese servicio y las preferencias específicas de cada grupo de población heterogéneo, así como armonización fiscal al alza). Desde el lado de la oferta (desde la perspectiva de los potenciales competidores expulsados del mercado), los monopolios obstruyen la aparición de modelos organizativos alternativos que acaso sean más eficientes a la hora de crear valor para la sociedad: es decir, una Unión Europea nutrida de expansivas competencias impediría que unidades políticas menores experimentaran descentralizadamente con modelos organizativos alternativos a los impuestos centralizadamente por Bruselas (por ejemplo, apertura completa al libre comercio, privatización total de los servicios públicos, liberalización regulatoria, etc.).
En definitiva, avanzar hacia una mayor “integración europea” equivale a avanzar hacia un entramado institucional con incentivos mucho más disfuncionales: mayor capacidad extractiva sobre el ciudadano y mayor coordinación liberticida para frenar procesos de apertura unilateral. Lo anterior no es incompatible con reconocer que esta integración europea puede suponer, a corto y medio plazo, mejoras en la calidad institucional de algunos de los Estados actuales (por ejemplo, España), pero a largo plazo sí contribuye a socavar las bases que contribuyen a que la evolución institucional discurra por un buen camino.
Por eso, y a pesar de la más que cierta amenaza que representan para nuestras libertades tanto el populismo de izquierdas como el de derechas (frente a los cuales el establishment europeo está actuando de cierto contrapeso), espero que la Unión Europea vaya mutando hacia un mercado común combinado con ciertas formas de cooperación suaves en aquellos ámbitos donde esta cooperación tenga sentido (por ejemplo, en materia policial, monetaria o científica): respeto recíproco a las libertades fundamentales de circulación así como colaboración de buena fe —y no irreversible— en materias específicas donde existan sinergias claras. Imponer unos Estados Unidos de Europa al conjunto de ciudadanos europeos no sólo resulta del todo impractible dada la ausencia absoluta de apoyo social a semejante proyecto megalómano, sino que, aun cuando fuera factible, sólo implicaría coronar a un peligroso y contraproducente Leviatán eurocrático con mucho más poder para restringir nuestras libertades.
El Brexit ha supuesto el shock que necesitábamos para repensar el proyecto europeo (incluso el caduco proyecto westfaliano del Estado-nación): no es un shock libre de riesgos pero tampoco carente de oportunidades. Ahora solo falta que entendamos que hemos de avanzar hacia formas políticas mucho más descentralizadas pero no, como proclama el populismo nacionalista, para erigir nuevas barreras contra la globalización sino para demolerlas. No hemos de aspirar a grandes imperios con una uniforme normativa cartesiana hacia dentro y autárquicos hacia fuera, sino a un conjunto de unidades políticas pequeñas, heterogéneas y abiertas al exterior. Más integración social y económica de Europa pero no más integración política de la Unión Europea.