El debate económico sobre las políticas de redistribución de la renta suele plantearse a modo de disyuntiva entre igualdad y crecimiento: más redistribución contribuye a estrechar los diferenciales de ingresos de los ciudadanos pero a costa de perjudicar el potencial de una economía para crecer y desarrollarse. Sin embargo, durante la última década, este dilema entre igualdad y crecimiento ha sido cuestionado por la investigación económica: incluso organismos como la OCDE o el FMI han reconocido que existe una correlación negativa entre desigualdad y crecimiento, a saber, que una elevada desigualdad socava el potencial expansivo de una economía. Si ello fuera así, entonces los argumentos económicos a favor de una mayor redistribución de la renta parecerían robustos: no sólo acabaría con lo que muchos consideran un mal intrínseco —la desigualdad— sino que además impulsaría la eficiencia económica. Pero, ¿realmente la desigualdad perjudica el crecimiento?
La relación entre desigualdad y crecimiento
La desigualdad de ingresos puede influir por distintas vías sobre el crecimiento económico y no todas ellas son necesariamente perjudiciales. Por un lado, y como aspectos negativos, la desigualdad puede privar de acceso a la educación y a la sanidad a una parte de la población, por lo que —más allá del drama personal que ello suponga— minará las capacidades productivas de esa parte de la sociedad (una persona poco formada y poco sana es una persona poco productiva); a su vez, la desigualdad puede quebrar la cohesión social —especialmente cuando esta desigualdad se consolida en forma de una sociedad estamental donde los ricos se convierten en privilegiadas élites extractivas del resto de la población—, lo que contribuye a enturbiar la convivencia e incluso a elevar al poder a gobiernos populistas, ahuyentando así la inversión interna. Pero por otro lado, y como aspectos positivos, la dispersión salarial también incentiva la formación (si todos los trabajadores cobraran aproximadamente el mismo sueldo, no habría incentivos económicos a mejorar la capacitación personal) y, en la medida en que la propensión a consumir de las rentas altas sea menor que la de las rentas bajas, también fomenta el ahorro y la capitalización productiva de la economía.
En otras palabras, el saldo neto de una mayor desigualdad sobre el crecimiento económico se halla, en principio, indeterminado: sus efectos negativos podrían superar a los positivos y viceversa. Y precisamente para estimar esos indeterminados efectos netos contamos con el análisis empírico: ¿qué nos dice la evidencia disponible al respecto? Pues, en apariencia, que los efectos negativos son mayores que los positivos y, por eso, en términos generales la mayor desigualdad se correlaciona con un menor crecimiento económico; a su vez, la evidencia también parece señalar que la redistribución estatal de la renta no se correlaciona con un menor crecimiento económico, de modo que políticas redistributivas podrían contribuir a mejorar el crecimiento económico en la medida en que lograran minorar la desigualdad. Ese es el mensaje central de los antedichos informes del OCDE y del FMI.
Una segunda mirada a la relación entre desigualdad y crecimiento
En principio, estamos ante un conjunto de resultados sólidos que parecen demostrar que no existe disyuntiva alguna entre crecimiento e igualdad: más bien al contrario, ambos objetivos se complementan estupendamente. Sin embargo, cuando analizamos con mayor detalle los papers y el conjunto de la literatura científica en la que se enmarcan, sus conclusiones resultan mucho más dudosas.
En primer lugar, si practicamos un meta-análisis de todos los ensayos que estudian la correlación entre crecimiento y desigualdad, descubriremos que “el impacto medio de la desigualdad en el crecimiento es negativo y estadísticamente significativo, pero no relevante desde un punto de vista económico” (Neves et alii 2016). Más en particular, un incremento del índice Gini de 10 puntos reduce el crecimiento medio anual entre un 0,11% y un 0,14% anual. Huelga decir que un aumento de la desigualdad de 10 puntos en el índice Gini sería algo extremadamente extraño en cualquier país occidental: recordemos que el incremento máximo de la desigualdad vivido en España a lo largo de la crisis ha sido de 2,8 puntos. Por consiguiente, aun cuando exista una relación negativa entre crecimiento y desigualdad, esta correlación es del todo irrelevante.
En segundo lugar, no todas las desigualdades son iguales. La correlación negativa entre desigualdad y crecimiento se obtiene metiendo muchas variables muy distintas dentro de un mismo saco: países desarrollados y países subdesarrollados; o desigualdades derivadas del aumento de la pobreza y desigualdades derivadas del incremento de la riqueza. ¿Cómo se modifica esa estadísticamente significativa correlación negativa entre crecimiento y desigualdad una vez segmentamos los datos? Por un lado, si separamos entre desigualdad gestada en la parte baja de la distribución de la renta (desigualdad por aumento de la pobreza) y desigualdad gestada en la parte alta de la distribución de la renta (desigualdad por aumento de la riqueza), comprobaremos que sólo la primera está relacionada negativamente con el crecimiento, mientras que la segunda desigualdad está vinculada positivamente con el mismo (Voitchovsky 2005). Por otro lado, si separamos entre desigualdad en los países subdesarrollados y los países desarrollados, descubriremos que la desigualdad sólo está negativamente relacionada con el crecimiento en los países subdesarrollados, no en los desarrollados, donde incluso puede llegar a tener ciertos efectos positivos (Kolev y Niehues 2016).
En definitiva, lo que lastra realmente el crecimiento económico no es la desigualdad per se, sino aquella desigualdad que exterioriza situaciones de pobreza que impiden a una parte de la población acceder a una buena formación y a unos buenos cuidados sanitarios y que, por tanto, merman su capacidad de desarrollo personal y profesional. La desigualdad derivada de que un conjunto de personas se enriquezcan muy significativamente merced a su trabajo duro, a su asunción de riesgos, a su innovación tecnológica, a su inversión en modelos de negocio generadores de valor —y no a los privilegios políticos— no daña en absoluto el crecimiento económico: al contrario, lo impulsa (Castells-Quintana y Royuela 2017).
Por consiguiente, como solemos repetir los liberales, el auténtico problema socioeconómico no es la desigualdad sino la pobreza: no deberíamos obsesionarnos con cuáles son los diferenciales de renta o de riqueza dentro de una sociedad, sino con cuál es y con cómo evolucionan la renta y el patrimonio del estrato menos rico de esa sociedad. No hemos de perseguir fiscal o regulatoriamente a los ricos: nos hemos de asegurar de que los ricos no sean ricos gracias a la obtención de prebendas políticas parasitarias y de que los pobres no vean obstaculizado su desarrollo debido a injustificadas trabas regulatorias y fiscales. El peligro de confundir la lucha con la pobreza con la lucha contra la desigualdad es que se puede terminar apostando por políticas dirigidas a destruir netamente la riqueza de los más ricos en lugar de por políticas dirigidas a incentivar la superación de la pobreza de los más pobres: las primeras no contribuirían en nada a mejorar el bienestar de nadie —salvo acaso el de los envidiosos—, mientras que las segundas sí contribuirían a que todos, y especialmente los más desfavorecidos, prosperaran. El problema, en suma, no es que seamos desiguales, sino que la pobreza se estanque.