El grupo automovilístico francés PSA Peugeot Citroën le comprará al grupo estadounidense General Motors su filial alemana Opel/Vauxhall. La operación puede analizarse desde dos prismas: por un lado, el de la industria automovilística y su necesidad de readaptarse ante el cambio copernicano que va a experimentar el sector durante las próximas décadas (merced a la comercialización de los vehículos autónomos y la más que probable racionalización del exceso de capacidad productiva que ello ocasionará); por otro, el de la sana globalización y uno de sus indispensables corolarios, la libertad de movimiento de capitales.
No deja de resultar llamativo el que los dos países donde se ubican las principales compañías implicadas en esta operación (Francia y EEUU) sean las actuales cunas de un renovado populismo nacionalista de corte mercantilista. De no ser por la libertad de movimiento de capitales amparada por la globalización, General Motors jamás habría podido adquirir Opel ni ahora podría vendérsela a PSA, el cual a su vez se vería privado de buscar sinergias con la compañía teutona. Marine Le Pen ha mostrado en diversas ocasiones su rechazo a que el capital extranjero se apropie imperialistamente con los “sectores estratégicos” nacionales: pero si aplicáramos ese principio proteccionista a rajatabla, entonces PSA tampoco debería poder adquirir sectores estratégicos de Alemania (como Opel) y, en última instancia, todas las partes saldrían perjudicadas. La globalización no es una amenaza sino una oportunidad para cooperar a escala internacional: la verdadera amenaza para la prosperidad son, más bien, los nacionalistas antiglobalizadores como Le Pen.