Dentro del imaginario colectivo, los conceptos de “pobreza” y de “desigualdad” han terminado por fusionarse: si hay pobres es porque somos desiguales; si la desigualdad aumenta, es porque ha aumentado la pobreza. Esta mentalidad tiende a reforzarse durante los períodos de crisis económica: cuando las rentas agregadas de una sociedad (el PIB) se contraen, la economía sí tiende a equipararse a un juego de suma cero, a saber, que lo que deja de perder (o lo que gana) uno es porque lo pierde el otro.
Pero las crisis económicas no son un estado de equilibrio al que haya que resignarse: la economía de mercado ha sido capaz, a lo largo de los últimos 200 años, de incrementar las rentas de todos los ciudadanos. Según las estadísticas de Angus Maddison, hemos pasado de una renta per cápita mundial de 1.130 dólares anuales (en 1820) a una de 12.400 (en 2010), todo ello mientras la población global aumentaba desde los 1.050 millones de personas hasta rebasar los 7.000. Dicho de otra manera, no sólo tocamos a mucho más por cabeza, sino que somos muchas más cabezas. Si la riqueza verdaderamente estuviera dada y sólo cupiera redistribuirla, sería del todo imposible que la renta per cápita y la población mundial aumentaran simultáneamente: sólo cabría que unas personas expandieran sus ingresos a costa del resto, manteniéndose en todo caso la renta per cápita constante (o decreciendo, si el número de individuos se expande).
Que, por el contrario, hayamos conseguido multiplicar por 11 la renta per cápita del conjunto del planeta (e incluso por 20 en algunos países occidentales, como EEUU) ilustra claramente que la economía no es un juego de suma cero y que desigualdad no es lo mismo que pobreza. Una sociedad puede ser muy igualitaria y muy pobre o bastante desigualitaria y rica: Albania, Bielorrusia, Irak, Kazajistán, Kosovo, Moldavia, Tayikistán o Ucrania son sociedades con una distribución de la renta bastante más igualitaria que la de España, pero en cambio son mucho más pobres. En cambio, Singapur es una sociedad mucho más desigual que España, pero con una renta per cápita mayor para todos los quintiles de la distribución de la renta.
El objetivo primordial de cualquier persona preocupada por el bienestar ajeno debería ser el de incrementar los ingresos del conjunto de la población, no el de reducir los diferenciales entre esos ingresos. El bienestar de un individuo sabemos que sí está estrechamente relacionado con su nivel de renta: a mayor renta, mejor alimentación, mejor sanidad, mejor educación, mayor tiempo de ocio, etc.; en cambio, el bienestar de las personas no parece guardar relación alguna con el grado de desigualdad de la sociedad en la que residen. Es más, ni siquiera cabe exhibir una preocupación indirecta por la desigualdad: la evidencia apunta a que la desigualdad no perjudica al crecimiento económico y, por consiguiente, al aumento de los ingresos de todas las personas. Por ello, resulta claramente preferible una sociedad de rentas desigualmente elevadas a una sociedad de ingresos igualmente míseros. La política económica prioritaria debería ser la de relanza el crecimiento económico inclusivo (un crecimiento que nos beneficie a todos, aunque lo haga en proporciones desiguales), no la de redistribuir la renta.
Redistribuir la miseria
Claro que, para algunas personas, el crecimiento económico global o no es deseable o no es posible: ni podemos ni debemos seguir expoliando un planeta con recursos limitados (nótese que recursos limitados no equivale a hallarnos “en el límite” del uso potencial de los recursos ni a que no quepa aprovechar más eficientemente los recursos disponibles merced a incrementos en la productividad). Para estas personas, el objetivo es detener el crecimiento económico y redistribuir la riqueza actualmente existente: no necesitamos más, necesitamos distribuir mejor.
Pero no es cierto que redistribuir la renta sea la cura para la pobreza mundial. A día de hoy, la renta per cápita global son 15.600 dólares internacionales: es decir, con una distribución absolutamente igualitaria de la renta, únicamente conseguiríamos que cada ciudadano disfrutara de 15.600 dólares internacionales. A primera vista, no parece demasiado poco: una familia compuesta por dos adultos y un menor disfrutarían de 46.800 dólares internacionales, aparentemente más que la inmensa mayoría de familias españoles. El error de este cálculo es no entender realmente qué conceptos integran esta definición de renta per cápita.
Primero, una renta per cápita de 15.600 dólares internacionales es aproximadamente la que exhiben hoy países como Argelia, Bielorrusia, Botsuana, Brasil, China, Costa Rica, República Dominicana, Irak, Líbano, Montenegro, Serbia o Tailandia: es decir, si redistribuyéramos perfectamente la renta mundial, el nivel de vida de cada español se reduciría al nivel de vida medio existente en esos países. No parece demasiado esperanzador, aunque la suma de 15.600 dólares internacionales por ciudadano sigue pareciendo elevada a simple vista.
Segundo, 15.600 dólares internacionales equivalen a unos 10.400 euros en España: el dólar internacional es una unidad de cuenta que, dados los precios internos de un determinado país, posee un poder adquisitivo equivalente al de un dólar en EEUU. O dicho de otra forma: 10.400 euros en España tienen un poder adquisitivo similar al de 15.600 dólares en EEUU. Una vez ajustamos la renta per cápita mundial a la realidad de precios española, ya no resulta tan cuantiosa: pero, aun así, sigue sin parecer demasiado desdeñable.
Tercero, no toda la renta per cápita disponible puede ser objeto de consumo: una parte de la misma debe ser reinvertida en mantener nuestra capacidad para generar esa renta en el futuro (parte de la cosecha presente debe utilizarse para reproducir la cosecha futura). En las sociedades capitalistas, esta reinversión la efectúan los capitalistas con cargo a sus ingresos: si, en cambio, esos ingresos son redistribuidos entre todos, todos deberemos ahorrar una parte de nuestras rentas para sostener nuestra capacidad productiva. ¿Qué parte? Actualmente, España destina el 20% de su PIB a la inversión: de manera que de los 10.400 euros, sólo podríamos consumir alrededor de 8.500.
Cuarto, renta per cápita no es igual a ingresos monetarios, sino al valor monetario de todos los bienes y servicios de que dispone una persona. En otras palabras, dentro de la renta per cápita hallamos el valor de vivir en un inmueble o de recibir educación y sanidad. Actualmente, la sociedad española está destinando a estas tres partidas —vivienda, sanidad y educación— algo más del 20% del PIB: por consiguiente, y si no quisiéramos sufrir recortes en ninguna de estas tres partidas “fundamentales”, la renta per cápita disponible para consumir, más allá del disfrute de vivienda, sanidad y educación, quedaría reducida a apenas 6.500 euros anuales, esto es, 540 euros mensuales (a partir de los cuales costear alimentación, vestimenta, electricidad, transporte, defensa, seguridad, justicia, cultura, ocio, etc.). Todo ello suponiendo, además, que redistribuyendo por entero todo el PIB mundial éste no se hundiera, cosa que es evidente que sí sucedería.
En definitiva, es falso que la pobreza global se solvente sin crecimiento económico y con redistribución de la renta: lo único que lograríamos redistribuir de ese modo sería la miseria. El problema actual del planeta no es de desigualdad, sino de pobreza: tanto en los países desarrollados, como sobre todo en los países en vías de desarrollo, hay centenares de millones de personas muy pobres (aunque cada vez menos). Y nuestra prioridad debería ser sacarlas de la pobreza: no universalizar sus carestías. No, desigualdad no es pobreza: luchar contra la desigualdad no implica acabar con la pobreza; luchar contra la pobreza no implica acabar con la desigualdad. Es importante desligar ambos conceptos para que los propagandistas del igualitarismo y del decrecimiento económico no nos den gato por liebre.