La desigualdad no perjudica al crecimiento económico pero acaso pudiera pensarse que sí vuelve a las sociedades más infelices. Si la riqueza material no lo es todo, si existen otras variables relevantes en la vida de las personas, entonces habrá que valorar no sólo la influencia de la desigualdad sobre el PIB, sino sobre concepciones más amplias del bienestar.
En principio cabría pensar que la desigualdad necesariamente ha de tener un efecto negativo sobre el bienestar, especialmente sobre el bienestar de los individuos que se hallan en la parte baja de la distribución de la renta. No por el hecho de que la desigualdad implique necesariamente pobreza y la pobreza dé pie a la infelicidad, sino porque incluso personas con alta renta podrían sentirse frustradas si son relativamente más pobres que otras: es lo que se conoce como “ansiedad por el estado”, la insatisfacción derivada de que nuestra posición social sea relativamente inferior a la del resto (aun cuando sea muy buena en términos absolutos).
Sin embargo, la desigualdad también puede conllevar un efecto positivo sobre el bienestar: si contemplamos la existencia de personas en una situación más favorable que la nuestra, podemos esperanzarnos con la expectativa de alcanzar, a través de nuestro esfuerzo continuado, unas condiciones de vida análogas a las suyas. Por ejemplo, si los universitarios logran sistemáticamente unos ingresos muy superiores a los de los no universitarios, las familias pobres pueden ilusionarse con la expectativa de que sus hijos accedan a la educación superior y de que, merced a ella, cosechen cuantiosos éxitos profesionales. A esta repercusión positiva de la desigualdad sobre el bienestar podemos denominarla “factor esperanza”.
Así pues, a priori el efecto de la desigualdad sobre el bienestar quedará indeterminado en función de si prevalece la “ansiedad por el estado” o el “factor esperanza”: más desigualdad puede ser menos bienestar pero, también, más bienestar. ¿Cómo dilucidar cuál de ambos efectos tiende a preponderar? Pues comprobando empíricamente qué sucede en el mundo real. Sin embargo, para poder pergeñar correctamente este análisis existe un importante problema metodológico: la desigualdad depende de muchas variables que por sí solas también influyen sobre el bienestar. Por ejemplo, sabemos que a mayor renta per cápita, mayor felicidad, pero, a su vez, las sociedades con mayor renta per cápita también tienden a ser más igualitarias; asimismo, tanto el bienestar como la desigualdad pueden depender de factores como la edad, el estado civil, el nivel de educación o la religión. De ahí que una comparativa no ajustada entre desigualdad y felicidad no nos sirva para conocer la auténtica relación entre ambas variables: que un joven universitario soltero con unos ingresos de 50.000 dólares anuales y residente en Finlandia sea más feliz que un adulto analfabeto, casado, con ingresos inferiores a 3.000 dólares anuales y residente en Haití no significa que la mayor igualdad de Finlandia sobre Haití sea la clave de la felicidad; la clave bien podría hallarse en los ingresos anuales, en la juventud, en la ausencia de cargas familiares, en el nivel educativo o en el muy superior grado de desarrollo de la sociedad en la que vive. Para conocer qué relación estricta existe entre desigualdad y bienestar resulta necesario aislar todas esas variables que se correlacionan con la desigualdad y que también influyen sobre el bienestar.
Precisamente, este ejercicio es el que han efectuado hace escasos meses los sociólogos Jonathan Kelley y Mariah Evans al encuestar a más de 200.000 individuos integrados en 68 sociedades distintas y filtrando sus distintas características personales y sociales para así aislar la influencia específica de la desigualdad sobre el bienestar. ¿Y cuál ha sido el resultado? En el conjunto del planeta, la desigualdad no es que tenga efectos negativos sobre el bienestar, sino que al contrario posee efectos positivos: a mayor desigualdad, mayor felicidad. El resultado puede ser completamente contraintuitivo, pero tiene una explicación muy sencilla tan pronto como desagregamos la muestra entre países desarrollados y países en vías de desarrollo: en los países desarrollados, la desigualdad social exhibe una influencia irrelevante sobre la felicidad (aunque la felicidad sí depende de otras variables que, como el empleo, la educación o la salud, se asocian erróneamente con la desigualdad dentro del imaginario colectivo); en cambio, en los países en vías de desarrollo, la desigualdad suele acarrear efectos positivos sobre la felicidad debido a la potente influencia del “factor esperanza”, a saber, la expectativa de que los ciudadanos más pobres irán prosperando conforme el país continúe creciendo.
Ahora bien, los autores también constatan que el “factor esperanza” sólo estimula realmente la felicidad —hasta el punto de contrarrestar la ansiedad por el estado— si la sociedad no percibe que las desigualdades sociales poseen un origen injusto, esto es, que los ricos son ricos por estar parasitando a los pobres o que los ricos constituyen un estamento social inalcanzable por un conjunto de regulaciones que los protegen de la competencia y que cierran la puerta a cualquier tipo movilidad social. En tales casos, el factor esperanza muta en un factor desilusión que se refuerza negativamente con la “ansiedad por el estado” dentro de sociedades estratificadas y estancadas. Así pues, y llegados a este punto, deberíamos ser capaces de extraer dos importantes implicaciones al respecto:
Primero, es imprescindible visibilizar y luchar activamente contra aquellas desigualdades que deriven del parasitismo estatal en sus muy diversas formas (corrupción, tráfico de influencias, clientelismo, cazadores de rentas, prebendas legislativas, establecimiento de monopolios legales, etc.): es verdad que la visibilización y denuncia pública de todos esos abusos puede repercutir negativamente a corto plazo sobre el bienestar de los ciudadanos, dado que tomarán conciencia de la existencia de desigualdades injustas que alimentará su frustración. Pero recordemos que todas esas formas injustas y extractivas de desigualdad repercuten negativamente sobre el crecimiento económico y el crecimiento económico sí posee una influencia positiva sobre el bienestar. Por consiguiente, más vale una cierta frustración combativa a corto plazo que una permanente alienación anestesiante en el largo plazo.
Segundo, constituye una completa irresponsabilidad envenenar a la sociedad con el discurso de que toda desigualdad es necesariamente injusta: dar pábulo al discurso marxista de que toda riqueza se construye sobre la base de la explotación no sólo es dar pábulo a una superchería pseudocientífica, sino una superchería que extiende sin razón la infelicidad y que repercute negativamente —vía ruptura de la armonía social— sobre el crecimiento económico (lo que a su vez perjudica, de nuevo, al bienestar de las personas). Las desigualdades que procedan de un aumento de la riqueza vinculada al esfuerzo, dedicación, diligencia, asunción de riesgos, ahorro o capacidad innovadora contribuyen a impulsar el progreso del conjunto de la sociedad y, por tanto, deberían reforzar nuestro factor esperanza, no nuestro factor desilusión. Las personas que han triunfado pacíficamente y sin privilegios estatales deberían ser reputadas potenciales modelos a emular, no chivos expiatorios a los que culpar de todos los males sociales y hacia los que canalizar nuestros dos minutos de odio diarios.
En definitiva, las políticas públicas no deberían orientarse a imponer una igualdad forzosa de la renta, sino a eliminar todos aquellos obstáculos que frenan el crecimiento económico y que constriñen las oportunidades de promoción social de los más desfavorecidos. El discurso igualitarista, que equipara cualquier desigualdad con la injusticia social, inocula el virus de la infelicidad dentro de una sociedad dado que, por un lado, socava aquellas bases del desarrollo que sí están positivamente correlacionadas con el bienestar y, por otro, propaga un discurso del odio que sólo conduce al autorrechazo, la misantropía, la ansiedad y la frustración.