Las últimas elecciones estadounidenses se libraron entre dos facciones del antiliberalismo: la socialdemocracia y el nacionalismo. La socialdemocracia de Clinton abogaba por la expansión interna del Estado de Bienestar y por la extensión de estructuras políticas internacionales que permitieran "gobernar" (controlar) la globalización; el nacionalismo de Trump buscaba instituir un Estado gerencial que, mediante un potente y amenazador ejército, defendiera "los intereses de EEUU" en el mundo, aun cuando ello implicara revertir la globalización.
Que ambos candidatos estuvieran muy alejados de posiciones liberales no supone ninguna sorpresa: si el liberalismo es una ideología minoritaria, incluso en EEUU, es normal que sus valores no se hallaran representados en la figura de ninguno de los dos grandes candidatos a la presidencia de EEUU. Para un liberal, pues, se trataba de elegir entre dos males (motivo por el cual algunos reivindicamos el derecho a no elegir): esto es, se trataba de responder a cuáles de nuestras libertades preferíamos renunciar.
Desde esa perspectiva, uno puede entender tanto a los liberales que se decantaron por Clinton frente a Trump como a los que se decantaron por Trump frente a Clinton. “¿Qué tipo de engorde del Estado te desagrada menos? ¿Qué clase de nuevas cortapisas sobre la libertad te resultan menos agresivas? ¿Es preferible una globalización administrada por un Estado globalista o un retroceso en las burocracias internacionales aún a costa de experimentar un parón en la globalización?”. Preguntas todas ellas de muy difícil respuesta para cualquier liberal y que nos retrotraían a aquella disyuntiva que ya formularon los Vargas Llosa a propósito de las elecciones peruanas de 2011 acerca de elegir entre el sida y el cáncer terminal.
Por consiguiente, pudiendo entender a aquellos liberales que juzgaran que el mal menor era cualquiera de ambos candidatos, lo que jamás pude comprender es a aquellos otros que se entusiasmaban con Clinton o con Trump y que los identificaban con la vanguardia del liberalismo. Uno podía, desde luego, encontrar algunas pocas propuestas muy cercanas al liberalismo en cualquiera de ambos candidatos: por ejemplo, la reforma educativa o sanitaria que planteaba Trump en su programa electoral; o las declaraciones de Clinton (filtradas por Wikileaks) a propósito de su voluntad de potenciar la globalización y de frenar el avance del proteccionismo. Pero, en conjunto, la agenda ideológica de ambos candidatos era frontalmente antiliberal y así había que denunciarlo.
Por desgracia, una parte del liberalismo patrio y estadounidense se entusiasmó y esperanzó con el presunto programa liberal oculto de Donald Trump: a fuerza de identificar liberalismo con cualquier tipo de anti-izquierdismo y gracias al discurso fuertemente anti-establishment del republicano, muchos llegaron a pensar que, tras la retórica nacionalista de Trump, se escondía un patriota libertario que buscaba desmantelar el Estado y liberalizar amplios sectores de la economía. Semejante narrativa se daba de bruces con sus mensajes colectivistas, con sus propuestas antiglobalización y anti-inmigración, con la nulidad de sus recortes presupuestarios, con su keynesianismo fiscal o, en las últimas semanas, con su timidísima reforma sanitaria. Pero la fe lo mismo mueve montañas que vuelve a Trump libertario.
Por suerte, no hace falta especular más sobre si Trump es liberal o no: él mismo se ha encargado de aclarárnoslo. Ayer mismo, el presidente de los EEUU le declaró oficialmente la guerra al llamado ‘Freedom Caucus’, esto es, a los congresistas republicanos más cercanos al liberalismo (sin llegar a ser, en todo caso, libertarios radicales de Estado mínimo):
“Si no se suman a nuestro proyecto, el Freedom Caucus frustrará toda la agenda republicana. ¡Tendremos que luchar contra ellos, y contra los demócratas, en las elecciones de mitad de mandato en 2018!”. Fijémonos en la dureza y el desdén con el que Trump se dirige a los congresistas del Freedom Caucus, llegando a colocarlos en el mismo plano de enemistad que a los demócratas. Pero, ¿a qué viene semejante ataque frontal? Pues a que el Freedom Caucus está frustrando su agenda política personal, que en absoluto coincide con la agenda política tradicional del republicanismo y, mucho menos, con la agenda política del liberalismo.
La semana pasada, fue el Freedom Caucus quien evitó que la reforma sanitaria de Ryan y de Trump saliera aprobada en la Cámara de Representantes: un guantazo en toda regla contra el presidente estadounidense por haber presentado un proyecto de ley que apenas pasaba de ser un Obamacare 2.0. Pero la invectiva liberal contra el God Emperor Trump no termina aquí: varios congresistas del Freedom Caucus también se oponen a su reforma fiscal consistente en reducir el Impuesto sobre Sociedades a cambio de implementar el llamado “impuesto de ajuste fronterizo”, y otros tantos se muestran escépticos con el incremento del déficit que supondrá bajar impuestos sin recortar el gasto. Evidentemente, todavía falta mucho para siquiera anticipar si las promesas tributarias de Trump terminarán naufragando o no, pero el simple hecho de que el Freedom Caucus le esté complicando la vida parece que ha bastado para que el presidente pase a la ofensiva contra aquellos que le exigen mucho más liberalismo. No deja de ser revelador que Trump haya decidido enfrentarse —y no aliarse— contra el ala liberal de su partido: por sus simpatías lo conoceréis. El republicano llegó a la Casa Blanca prometiendo drenar el pantano del establishment pero, al final, el establishment ha terminado por drenarlo a él.
En suma, Trump no es liberal, sino un nacionalista que lo subordina todo a los intereses estrechamente entendidos de su tribu. No por casualidad, su lema de campaña fue Make America Great Again, no Make America Free Again. Ahora, después de haber declarado públicamente la guerra contra el ala más liberal de su partido, confirmamos lo que debería haber sido evidente desde un comienzo: que su posicionamiento populista y nacionalista no fue una simple táctica propagandística, sino una decisión deliberada desde posiciones intelectuales típicamente antiliberales. Por eso, los liberales, tanto en España como en EEUU, deberían regresar allí donde habitualmente han estado: dando la batalla contra todos los políticos antiliberales —incluido Trump— para tratar de frenar sus ofensivas liberticidas. ¿Cuándo ser liberal se volvió equivalente a colocarse al lado del omnipotente gobernante de turno y no en frente de él?