Desde que el nuevo presidente del Banco Popular, Emilio Saracho, reconociera el lunes de la semana pasada lo que era un secreto a voces —que la entidad financiera no es capaz de sobrevivir en su situación actual—, su valor en bolsa se ha desplomado en más de un 20%. Saracho propuso dos alternativas para reflotar al Popular: la primera, una nueva ampliación de capital que permita tapar todos sus agujeros presentes; la segunda, que otro banco compre al Popular y se haga cargo de la factura secreta. El problema, empero, es que ahora mismo ninguno de estos dos caminos parece realmente factible: por un lado, el hundimiento de su capitalización bursátil ha cerrado la vía a nuevas ampliaciones de capital (ahora mismo, el valor de mercado de todo el Popular es de 2.600 millones de euros, lo que apenas equivale a lo captado en una de sus dos grandes ampliaciones de capital anteriores); por otro, no está claro que alguna entidad financiera rival esté dispuesta a comprarlo y a tragarse su agujero tan sólo por sacar partido a las sinergias que pudiera conseguir con su integración. Hallándonos en este punto muerto, todas las miradas han vuelto a girarse hacia el Gobierno: ¿habrá un nuevo rescate de nuestro sistema bancario?
De momento, la secretaria de Estado de Economía, Irene Garrido, ha descartado de plano esta posibilidad: el Popular, ha dicho, requiere de una “solución privada”. El problema, claro, es que este mismo discurso lo hemos escuchado con anterioridad: los políticos nunca reconocen que adoptarán una decisión tremendamente impopular hasta que, al final, optan por adoptarla. De ahí que debamos estar alerta y recordar que siempre existe una alternativa a la socialización entre los contribuyentes de las pérdidas de las entidades financieras: a saber, que sean los acreedores de un banco quienes carguen con sus pérdidas latentes. No estamos ante propuestas irreales o descabelladas, sino ante el procedimiento de resolución bancaria actualmente vigente dentro de la Unión Europea. Si la “solución privada” del Popular fracasa, deben ser sus prestamistas quienes sufran las consecuencias de sus errores: no la totalidad de los ciudadanos.