Donald Trump ha prometido aprobar una histórica reducción fiscal en EEUU: rebajar el Impuesto sobre Sociedades del 35% al 15% y disminuir los tramos del IRPF hasta el 10%-25%-35%. Muchos hemos criticado esta reforma tributaria no porque apostemos por un sistema impositivo agresivo, sino porque el republicano no la ha acompañado de un paralelo recorte del gasto público: no en vano las estimaciones más optimistas prevén que, a pesar de la dinamización económica que termine generando, la recaudación del gobierno federal estadounidense caerá en tres billones de dólares a lo largo de la próxima década. Menores ingresos y mismo gasto es igual a mucha más deuda pública.
Sin embargo, debería quedar muy claro que el problema de la propuesta de Trump no es que disminuya los gravámenes que penalizan a familias y a empresas, sino que lo hace sin mantener el necesario equilibrio presupuestario. Por sí sola, empero, la reducción tributaria tendrá efectos muy positivos sobre el desarrollo económico del país.
Primero, los menores gravámenes sobre los beneficios empresariales contribuirán, por un lado, a atraer capital desde el extranjero; por otro, aumentarán la renta disponible en manos de las compañías nacionales. Es decir, la inversión dentro de Estados Unidos aumentará, ya sea por importación de financiación foránea o por una mayor transformación de beneficios corporativos en nuevos bienes de equipo, infraestructuras e I+D. Esta sana acumulación de nuevo capital es el motor fundamental detrás del crecimiento económico y, en última instancia, del aumento del empleo y de los salarios.
Segundo, los menores tipos marginales sobre la renta contribuirán a que los estadounidenses —especialmente los más cualificados— estén más predispuestos a aumentar sus horas de trabajo. Cuantas más horas decidan voluntariamente trabajar los ciudadanos, mayor será su renta per cápita: no en vano, el superior nivel de vida de EEUU frente a Europa se ha debido, en las últimas décadas, esencialmente a que sus trabajadores están empleados más horas durante el año. No es casualidad: en el Viejo Continente, el IRPF es tan elevado que no hay incentivos a prolongar la jornada laboral (cualquier ingreso adicional es ferozmente rapiñado por el Estado); en EEUU, los impuestos sobre la renta han sido tradicionalmente mucho más bajos y ello ha alimentado una dinamizadora cultura del esfuerzo.
En definitiva, el plan fiscal de Trump —más allá de la irresponsabilidad financiera que supone descuidar los recortes del gasto para cuadrar las cuentas— potenciará las bases de un saludable crecimiento económico que beneficiará al conjunto de la sociedad: el menor gravamen sobre el ahorro aumentará la inversión en bienes de capital; y, a su vez, la menor imposición sobre las rentas salariales intensificará la participación de los trabajadores en la economía. Más capital y más trabajo será mucha más riqueza para todos.
España no debería quedarse atrás en esta incipiente revolución fiscal: nuestro país penaliza gravemente el ahorro y el trabajo, lo que lastra nuestro potencial de crecimiento. Mientras que EEUU planea reducir el Impuesto sobre Sociedades al 15%, España lo mantiene en el 25%; mientras que los salarios entre 10.000 y 90.000 dólares abonarán en EEUU unos tipos de entre el 10% y el 25%, en España los sueldos entre 10.000 y 90.000 euros soportan gravámenes entre el 19% y el 45%. Si queremos ubicarnos en la vanguardia del desarrollo, debemos cambiar radicalmente nuestra estructura impositiva, pero debemos hacerlo sin incurrir en un mayor déficit público: esto es, la revolución fiscal —a diferencia de lo que planea hacer Trump en EEUU— debe ir seguida de una fuerte minoración del gasto público.