Toda línea ferroviaria de alta velocidad es una obra faraónica tanto en términos ingenieriles como presupuestarios. España intensificó la construcción de AVEs durante la “feliz” época de la burbuja inmobiliaria y Arabia Saudí se lanzó a hacer lo propio con el petróleo por encima de los 60 dólares el barril y con la expectativa de que su precio siguiera aumentando indefinidamente. Con la llegada de las vacas flacas a España, y la más que imprescindible contención de los gastos para encauzar nuestro desbocado déficit, el furor por el AVE se contuvo y las partidas de Fomento destinadas a tal efecto se congelaron; a su vez, con el pinchazo del precio internacional del petróleo, y la perspectiva de que los productores estadounidenses de hidrocarburos no convencionales lo mantengan a raya durante los próximos años, la petromonarquía saudí también ha iniciado una senda de relativa austeridad presupuestaria (en 2015, sus cuentas públicas cerraron con un espectacular déficit del 15% del PIB y, en 2016, tuvo que adoptar un tijeretazo del 10% de su presupuesto), algo que le impide dar rienda suelta a cualquier ocurrencia de gasto.
Por eso, lo que en otra época habría sido una fácil renegociación sobre el reparto de los sobrecostes entre la empresa pública Saudi Railways Organization y el consorcio español encargado de construir la segunda fase del llamado “AVE a La Meca” se ha dilatado anormalmente en el tiempo, hasta el punto de amenazar con la ruptura de las conversaciones. Finalmente, las empresas integrantes del consorcio español —pésimamente acostumbradas en España a infrapresupuestar el coste real de las obras para resultar adjudicatarias de la concesión con la mira puesta a renegociar más adelante los sobrecostes— apenas ha obtenido de las autoridades saudíes 150 millones de los 1.500 reclamados inicialmente. Invertir, incluso de la manita de los Estados, acarrea sus riesgos.