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El liberalismo como alternativa a la socialdemocracia y al fascismo

por Laissez Faire Hace 7 años
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Macron no va a traer cambio relevante alguno a Francia. Es parte del mismo establishment socialdemócrata que lleva gobernando ese país desde el final de la II Guerra Mundial: mantenimiento de una economía de mercado hiperregulada dentro de Estado de Bienestar sobredimensionado y con relaciones exteriores basadas en una multilateralidad tutelada por EEUU para favorecer una cierta globalización de los mercados.

Nada de todo eso va a alterarse sustancialmente con la victoria del ex ministro de Economía del Hollande: al contrario, todas y cada una de esas posiciones van a salir consolidarse en su forma actual. Lo que sobrevivió ayer en Francia fue el consenso socialdemócrata frente a la amenaza disgregadora de un nacionalismo fascistoide. Nada más. Difícil, pues, que un liberal pueda entusiasmarse con Macron salvo por haber derrotado a una alternativa muchísimo peor: en ocasiones, no retroceder se parece a avanzar. Pero llegados aquí, cuando algunos gustan de equiparar a Macron con el liberalismo salvaje y otros de calificar a Le Pen de única y verdadera alternativa a la socialdemocracia, acaso convenga recordar cuáles son las diferencias fundamentales entre el orden liberal clásico, la organización socialdemócrata actual y el organicismo fascista felizmente derrotado este domingo.

Primero: en cuanto a las regulaciones económicas y sociales, el liberalismo aboga por el respeto a la libertad personal, la propiedad privada y los acuerdos voluntarios entre partes, de modo que las normas civiles, laborales y mercantiles tengan, a lo sumo, un carácter dispositivo (cabe pacto en contra); en cuanto a las normas penales, el liberalismo defiende la persecución y la reparación del daño causado sobre la integridad física, sobre la propiedad o sobre los contratos: rechaza, pues, la sanción de los crímenes sin víctima (delitos donde no hay terceros perjudicados). La socialdemocracia, en cambio, aboga por normas imperativas de carácter paternalista dentro de un marco relativamente respetuoso con la propiedad privada (“hay que proteger al consumidor”; “hay que proteger al inversor”; “hay que proteger al trabajador”) y generalmente se opone a la mayoría de crímenes sin víctima (aunque no a todos como consecuencia de su ya mentado paternalismo). Por último, el fascismo promueve normas que sirvan para estructurar y defender el espíritu y los intereses de la “nación” (“hay que proteger los valores tradicionales”, “hay que proteger la religión del pueblo”, “hay que proteger la industria nacional”, etc.), subordinando los derechos de cada ciudadano a los del colectivo: pero justamente porque los “intereses del pueblo” son sólo una cáscara vacía, en la práctica terminan siendo intereses de los grupos de presión los que terminan asimilándose con el interés nacional y, por tanto, los que terminan imponiéndose (gremialismo). Es decir, el liberalismo defiende la imparcialidad jurídica, la socialdemocracia la protección regulatoria de la parte supuestamente débil, y el fascismo las leyes vertebradoras de la identidad colectiva.

Segundo, en cuanto al papel fiscal y redistributivo del Estado, el liberalismo defiende la absoluta minimización del tamaño del sector público: relegar su papel a, como mucho, la provisión del Estado de derecho y acaso una cierta subsidiariedad asistencial para quienes queden descolgados de la sociedad abierta. El liberalismo rechaza los impuestos confiscatorios y se opone al control estatal de servicios tan esenciales para el ser humano como la educación, la sanidad, las pensiones o los seguros sociales: también aquí aboga no sólo por la autonomía personal, sino por la libre asociación comunitaria para mutualizar riesgos y prestarse asistencia recíproca (mutualismo). La socialdemocracia propugna, en cambio, un Estado redistribuidor gigantesco (que copa normalmente entre el 40% y el 60% del PIB) para que sean políticos y burócratas quienes “garanticen” (en realidad, “controlen”) los servicios sociales anteriores a costa del sableo tributario de los contribuyentes; a su vez, también considera que el Estado debe inmiscuirse como promotor activo del crecimiento económico (mediante la inversión pública en I+D o mediante planes de estímulo en momentos con una coyuntura adversa). Por último, el fascismo, como la socialdemocracia, dota al Estado de un activo papel redistribuidor y promotor en abierto desprecio a la libertad individual y la propiedad personal; pero mientras la socialdemocracia lo hace —en teoría— para ampliar indiscriminadamente las oportunidades materiales de todo individuo, el fascismo lo hace para mantener la cohesión y el desarrollo orgánico de la nación: por eso la socialdemocracia aboga —de nuevo, en teoría— por una redistribución potencialmente universal de los recursos, mientras que el fascismo defiende una redistribución entre los nacionales e incluso a costa de los extranjeros (parasitismo exterior). En suma: el liberalismo reivindica la responsabilidad individual y la cooperación social voluntaria como vectores del progreso general; la socialdemocracia propugna la redistribución coactiva imparcial; y el fascismo, la redistribución coactiva en beneficio exclusivo de los nacionales.

Tercero, en cuanto a la globalización, el liberalismo rechaza la autoridad política del Estado para establecer fronteras artificiales que restrinjan la libertad de movimientos de personas, capitales y mercancías (aunque también reconoce el derecho de libre formación de comunas autárquicas): en este sentido, no subordina las interacciones con el exterior a que dos Estados suscriban un tratado o a que se creen organizaciones multilaterales que, como la Unión Europea, armonicen los términos de esas interacciones; más bien, exige el desarme aduanero unilateral del Estado para que cualquier ciudadano pueda relacionarse como quiera con otros ciudadanos extranjeros. Por su parte, la socialdemocracia promueve una apertura exterior tutelada por el Estado, esto es, las interacciones con los extranjeros deben producirse de acuerdo con la extensión de las normas, de las regulaciones y de los impuestos estatales: la sociedad civil debe permanecer en todo momento encapsulada dentro del Estado y no desbordarlo. Finalmente, el fascismo reivindica el restablecimiento de las fronteras nacionales como forma de proteger a la identidad nacional de toda invasión exterior de carácter étnico, religioso, económico o, en sus versiones más extremas, racial: el ciudadano nacional debe relacionarse preferentemente con otro ciudadano nacional y, por tanto, debe penalizarse o prohibir los mestizajes con el exterior, salvo que el exterior sea objeto de conquista y de subordinación a los intereses nacionales (imperialismo). En suma: el liberalismo reclama una globalización que desborde al Estado; la socialdemocracia una globalización controlada por una mundialización del Estado; y el fascismo un retorno a una autarquía controlada por el Estado nación.

Las ideas de Macron son claramente reconocibles en esta descripción general de la socialdemocracia. A su vez, las propuestas de Le Pen son fácilmente asimilables al programa nuclear del fascismo. Por desgracia, no ha habido nadie —ni en Francia, ni en España— que haya reclamado la recuperación del proyecto liberal de una sociedad verdaderamente abierta y respetuosa con la libertad de todos los individuos: ni Macron ni Le Pen son liberales aun cuando Macron represente una menor amenaza para nuestras libertades que Le Pen. Pese a partir de posiciones hoy minoritarias, toca reconstituir en Europa el discurso ideológico y el programa político del liberalismo para plantear una genuina alternativa a la socialdemocracia dominante que no pase por el desastre liberticida del fascismo. Libertad individual y sociedad abierta.


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