"Varapalo de la Justicia europea a Uber". Con escasas variaciones, este es el titular que ha escogido la práctica totalidad de la prensa española para resumir las conclusiones del abogado general del Tribunal Superior de Justicia de la Unión Europea. En última instancia, la tesis del jurista no va más allá de sostener que Uber constituye una compañía que presta servicios de transporte y que, en consecuencia, debe ajustarse a la normativa española a tal efecto: a saber, al sistema de licencias municipales de autotaxi o, en su defecto, de licencias VTC.
La interpretación mayoritaria que se ha hecho de este dictamen es que Uber lo va a tener muy complicado para expandir sus operaciones en España: el abogado general le prohíbe operar sin las correspondientes licencias, de modo que tiene las puertas cerradas. En realidad, empero, la lectura que debería efectuarse es otra muy distinta: el abogado general remite a la legislación española para conocer si Uber puede operar en España con licencias o sin ellas.
Nótese que el abogado general no está exigiendo que el servicio de transporte de viajeros esté necesariamente sometido a un sistema de licencias administrativas; tampoco está imponiendo que la cantidad de esas licencias se halle cuantitativamente limitada para impedir la entrada de nuevos conductores. No, lo único que reconoce es que el sistema de licencias de taxi es compatible con el derecho comunitario y que, si el Estado español opta por incorporarlo a su legislación, Uber deberá someterse a él.
Pero siendo así, la pelota pasa a estar completamente sobre nuestro tejado y, más en concreto, sobre el tejado del Gobierno del PP: ¿por qué la normativa española ha de impedir, mediante un sistema de licencias con numerus clausus, que cualquier compañía —como Uber o Cabify— puedan desempeñar su labor de intermediación cliente-conductor? Esto es, ¿por qué el Estado español prohíbe (licencias mediante) que cualquier conductor cualificado pueda desarrollar la labor de “taxista”?
Al respecto, se han sugerido dos tipos de razones: la primera es que el sistema de licencias es imprescindible para solventar una serie de problemas (“fallos de mercado”) que aquejarían a un mercado de taxis totalmente liberalizado; la segunda, que los taxistas han pagado un auténtico dineral por sus licencias y que, en consecuencia, permitir ahora que cualquiera ejerza esa labor sería dar rienda suelta a la “competencia desleal”. Ninguna de estas razones es válida.
Primero, es verdad que originariamente un mercado liberalizado del taxi podía acarrear una serie de problemas de muy difícil solución en ausencia de licencias: asimetrías de información (¿Es el conductor de fiar? ¿Me llevará por la mejor ruta o se aprovechará de mí?), poder de negociación espacial (“si los precios del taxi no están regulados y necesitara uno con urgencia, podrá cobrarme tarifas muy altas”) o riesgo de saturación del mercado (“si todo el mundo puede ser taxista, el oficio de taxista dejará de ser rentable y no habrá taxis”). Sin embargo, la aparición de plataformas tecnológicas como Uber (o como cualquier otra App que reproduzca un protocolo similar) han permitido solucionar todas estas dificultades para coordinarse: con las aplicaciones tipo Uber, uno conoce de antemano los datos del conductor que va a transportarlo así como su historial de valoraciones de los usuarios; también controla en todo momento qué ruta está siguiendo el taxista, e incluso puede pactar de antemano un precio cerrado; asimismo, la tarifa de cada conductor también se halla regulada por la propia plataforma de intermediación, salvo en los momentos de picos de demanda en los que se adapta el sistema de fijación dinámica de precios; y, precisamente, esa fijación dinámica de los precios según las condiciones reales de la oferta y de la demanda también garantiza que jamás habrá una oferta insuficiente de servicios de taxi.
Por consiguiente, tal vez las licencias estuvieron justificadas en un determinado momento histórico. Pero, sin duda, hoy ya no lo están: son un mecanismo anacrónico que entorpece sin justificación alguna la entrada de nuevos operadores en el mercado del taxi. ¿Qué sentido tiene mantener una estructura que ya no te aporta nada y que, en cambio, sí te quita mucho?
Segundo, justamente porque los propios taxistas son conscientes de que el sistema de licencias ya no tiene justificación alguna en la actualidad, el argumento que muchos de ellos han pasado a utilizar es el de que toda eliminación del sistema de licencias debería condicionarse a pagos compensatorios a todos aquellos taxistas que compraron una de esas licencias a precios exorbitados. En caso contrario, aseguran, los conductores de Uber, Cabify o cualquier otra aplicación que operaran sin licencia estarían practicando “competencia desleal”.
En realidad, no es así. Los taxistas no han pagado a la administración precios exorbitados por las licencias: se los han pagado a otros taxistas que se las revendieron en el mercado secundario. La administración otorgó originalmente las licencias a un coste nulo a aquellas personas que lo solicitaron y que superaron de examen de aptitud: pero como el número de licencias que repartieron los ayuntamientos era enormemente restrictivo en relación con la cifra de personas que querían entrar en ese sector, su precio en el mercado secundario se disparó. Por consiguiente, de tener alguien la responsabilidad de indemnizar a los taxistas actuales por la supresión del régimen de licencias, ese alguien sería el colectivo de antiguos taxistas que revendieron las licencias a esos precios exorbitantes: desde luego, no el conjunto de los contribuyentes.
Acaso se alegue que ese razonamiento no es del todo válido, dado que la supresión del sistema de licencias privaría a los taxistas de un derecho (la propia licencia) que la propia administración a día de hoy reconoce como tal. Pero, en realidad, el principal problema del sistema de licencias no es que exista, sino la arbitraria limitación de su número. Si la administración anunciara que “todo aquel ciudadano con carnet de conducir y que supere un examen de aptitud, podrá obtener una licencia de taxi tras pagar las correspondientes tasas de expedición”, el sistema de licencias no sería en absoluto problemático. Todas aquellas personas que querrían ejercer de taxistas bajo el paraguas de Uber o Cabify (o por su cuenta y riesgo), pedirían el correspondiente permiso a su ayuntamiento y comenzarían a circular. Por desgracia, esto no funciona así a día de hoy: los ayuntamientos limitan artificialmente el número de licencias que conceden para, a su vez, limitar artificialmente la competencia en el sector del taxi.
Los taxistas podrán argumentar —con mayor o menor rigor— que la administración no está legitimada para suprimir el sistema de licencias sin compensarles de algún modo. Pero lo que no pueden argumentar de ninguna forma es que la administración no posea pleno derecho a otorgar tantas licencias de taxi como se le soliciten. A ellos se les pudo prometer regulatoriamente que nadie podría ejercer como taxista en España sin la correspondiente licencia habilitadora: lo que jamás se les prometió es que el número de licencias habilitadoras se limitaría a 70.000 en España. Por tanto, existe una forma absolutamente legítima de liberalizar el sector del taxi: licencias para todos.
En suma, el abogado general del Tribunal de Justicia de la Unión Europea sostiene que los conductores de Uber o Cabify no pueden operar en España sin licencias de autotaxi o sin licencias VTC. Lo que no sostiene es que España no pueda suprimir el sistema de licencias o, alternativamente, incrementar la oferta de licencias tanto como sea necesario para abastecer toda la demanda de las mismas. ¿Por qué el gobierno de España se niega a hacerlo? No porque el sistema, en su forma actual, sea necesario para garantizar un buen y asequible servicio: al contrario, todo indica —según reconoce incluso la Comisión Nacional de Mercados y Competencia— que la artificial restricción de la competencia sólo está contribuyendo a incrementar los precios y a empeorar la calidad de ese servicio. ¿Por qué entonces? Simple y llanamente porque los políticos no quieren enfrentarse al gremio del taxi, el cual evidentemente posee un enorme interés económico directo en que se mantenga el disfuncional sistema de licencias actual.
Liberalicemos el sector. Démosle al consumidor, por una vez, la libertad de elegir.