Durante décadas, el Banco Popular fue un emblema de calidad, buena gestión, rentabilidad y solvencia. Una entidad ejemplar y envidiada por todas las demás. Sin embargo, como sucedió con el conjunto del sistema crediticio español, la burbuja financiera que experimentamos durante los albores de este siglo XXI devastó esos cimientos de buena y prudente administración que tradicionalmente lo habían caracterizado. Los dos hitos críticos en la historia de su decadencia fueron, por un lado, su expansiva exposición al crédito promotor y, por otro, su imprudente adquisición del Banco Pastor.
El crédito promotor siempre fue el peor tipo de operación que pudo realizar cualquiera de nuestros bancos: extenderle un préstamo a un promotor inmobiliario para que adquiriera un suelo sobrevaloradísimo donde iba a construir viviendas a precios todavía más inflados y cuya venta futura dependía de que las familias españolas siguieran endeudándose sin límite. Evidentemente, cuando las familias no sólo dejaron de endeudarse sino que comenzaron a impagar las hipotecas, las promociones dejaron de venderse y el crédito promotor resultó totalmente impagado.
La adquisición del Banco Pastor fue la puntilla que remató al Popular: el Banco Pastor era otra entidad financiera que se hallaba asfixiada por su excesiva exposición al crédito promotor, por lo que su compra e integración con el Popular carecía de todo sentido económico. Mucho menos, para más inri, en los términos en los que se efectuó la operación: la entidad de Ángel Ron compró el Pastor con una prima del 30% sobre su precio de mercado.
Así las cosas, el Banco Popular fue acumulando un enorme agujero financiero (cifrado conservadoramente por Oliver Wyman en más de 3.000 millones de euros) que sus diversas ampliaciones de capital de los últimos años apenas fueron capaces de cubrir. Hasta tal punto que su presidente, Ángel Ron, tuvo que abandonar su cargo y dar paso a Emilio Saracho, quien públicamente manifestó que la única salida realmente factible para el Popular era su venta a otro banco con un mayor músculo financiero.
El problema es que no quedaba claro quién podía estar realmente interesado en adquirir, y asumir las pérdidas, del Popular. Si, como todo parece apuntar, el valor fundamental del banco para sus accionistas es igual a cero (en realidad tiene un valor negativo), ¿por qué nadie querría pagar una millonada por él? El truco lo hemos descubierto esta misma semana: la única entidad que parece estar interesada en comprar el Popular es Bankia, esto es, un banco que sigue siendo propiedad del Estado y al que en 2012 se le inyectaron varias decenas de miles de millones de los contribuyentes.
O dicho de otra manera, Bankia está planeando utilizar el dinero de todos los españoles para tapar los agujeros del Banco Popular: en lugar de devolvernos aquel capital que nuestros gobernantes le insuflaron en su momento, proyecta emplear sus remanentes para rescatar —por la puerta de atrás— a los acreedores del Popular. No, así no debe procederse: los bancos quebrados no deben ser rescatados a costa de los contribuyentes, sino que en todo caso deberían recapitalizarse a costa de sus acreedores. Este último es, de hecho, el mecanismo que impone la Unión Europea para la resolución de entidades financieras con problemas: que los acreedores asuman las pérdidas por sus malas inversiones y que, mediante ese traslado de pérdidas a los acreedores, se evite la utilización de fondos públicos (bail-in).
En España, al parecer, seguimos empeñados en que pague quien no tiene que pagar –el contribuyente– para que no pague quien sí tiene que pagar —el acreedor—.