En marzo de 2015, el Banco Central Europeo inició un programa masivo de compra de deuda pública y privada: 60.000 millones de euros mensuales hasta septiembre de 2016. Más adelante, amplió tanto el monto de compras mensuales —80.000 millones al mes— como el plazo de terminación —indefinido—. En estos más de dos años de operaciones monetarias no convencionales, la autoridad monetaria europea ha duplicado el tamaño de su balance (desde los 2,1 billones de euros en activos hasta los actuales 4,2 billones) y ha terminado concentrando gran parte de los títulos de deuda pública de todos los Estados de la Eurozona. Para muchos, especialmente ante la progresiva recuperación que está experimentando la economía mundial y también Europa, es el momento adecuado para acelerar el tapering, esto es, la progresiva retirada de los mal llamados estímulos monetarios; para Draghi, en cambio, ese momento sigue sin haber llegado, hasta el punto de que ayer reiteró su confianza en los mismos para apuntalar la recuperación.
Puro teatro: el exiguo crecimiento que está experimentando ahora mismo la Eurozona tiene bien poco que ver con las flexibilizaciones cuantitativas del BCE y mucho, primero, con la estabilización político-económica del Viejo Continente y, segundo, con el retorno a la senda de crecimiento potencial de nuestros países (no podíamos estar siempre cayendo, sobre todo en ausencia de brutales riesgos de colapso en el horizonte). Como el propio Draghi ha repetido en innumerables ocasiones —la última, ayer mismo—, la clave para que la Eurozona crezca no son los estímulos monetarios, sino las reformas estructurales: libertad económica, impuestos bajos e incluso —para quienes crean en ellas— inversiones públicas estratégicas. Lo demás es pura distracción: por eso, habría que poner fin a los estímulos cuando antes. Desenfocan nuestros auténticos objetivos y únicamente complican la estrategia futura de salida para escapar de esta tramposa política monetaria.