Con paso lento pero firme, el vodevil catalán que hemos vivido durante los últimos años encara ya su fin, como mínimo el final de esta etapa. Después de jugar al gato y al ratón durante un año, el Govern de la Generalitat de Catalunya tendrá que decidir si decide desafiar al ordenamiento constitucional español, legal y vigente en Cataluña, al convocar un referéndum de autodeterminación en este territorio; o bien acepta que no se puede celebrar tal referéndum con todas las garantías legales, disuelve la cámara y da por acabada la legislatura convocando nuevas elecciones autonómicas, probablemente repitiendo la idea de que son "plebiscitarias", como la última vez. De la parte del Gobierno español, el otro actor en este drama con toques de farsa, la posición es bien simple: no a cualquier propuesta de cambio. Entre medias, una población catalana dividida en dos mitades imperfectas, probablemente más de la mitad deseando que se celebre el referéndum (pues no entienden que se sustraiga a la población el derecho a votar, por más razonamientos alambicados que quiera dar el Gobierno español) y probablemente menos de la mitad a favor de la independencia de Cataluña (pues no es evidente qué ventaja va a reportar eso, en tanto que los inconvenientes son muy evidentes). Después de varias escenificaciones muy teatrales y golpes de efecto más o menos previsibles (conferencia de Carles Puigdemont, presidente de la Generalitat, en el Ayuntamiento de Madrid; oferta a última hora del Mariano Rajoy, presidente del Gobierno de España, para que Puigdemont defendiera su propuesta en el Congreso, oferta que fue declinara por éste último, etc), hemos llegado al clímax de la representación, y ya sólo quedan las dos opciones enunciadas más arriba: o Puigdemont tira adelante con el referéndum con todas las consecuencias, o acepta el fracaso de la legislatura y convoca elecciones.
A mi me resulta difícil saber qué es lo que va pasar, pues los movimientos políticos, en todos los países occidentales, se manejan con claves ocultas a la mirada del pueblo cuya soberanía dicen representar, y en las que los grandes agentes económicos tienen más a decir que el pueblo llano. Tal y como yo veo la cosa desde aquí, lo que me parece más probable es que la Generalitat haga el salto al vacío e intente forzar el referéndum, posiblemente en el convencimiento de que el Gobierno español al final tendrá que ceder y sentarse a negociar (cosa que yo no tengo tan clara), y en su defecto los líderes catalanes se inmolarían política y personalmente (penas de prisión incluidas) para exacerbar la indignación popular y ganarle así el pulso al Gobierno español. Y a pesar de lo que acabo de decir, que pase lo exactamente contrario no me sorprendería en absoluto.
El gran problema en Cataluña, y que el Gobierno de España no ha sabido o querido ver, es que al margen de cómo acabe la patochada actual el sentimiento independentista en Cataluña no va a amainar, sino al contrario. Que el independentismo haya pasado de ser consistentemente el 16% del electorado catalán durante décadas hasta llegar a su cota máxima del 48% en cuestión de unos 5 años no es una cuestión menor. Alguien tendría que haber hecho un esfuerzo para entender porqué el independentismo político se había triplicado en tan breve espacio de tiempo, e intentar dar una respuesta política a lo que en esencia era y es un problema político. Por desgracia, el Gobierno de España, acorralado por múltiples casos de corrupción y teniendo que gestionar una situación interna no demasiado estable, ha preferido en todo momento reducir toda discusión en Cataluña a una tema jurídico, de mero acatamiento de las leyes, anteponiendo legalidad a legitimidad, lo cual es desde el punto de vista político una estrategia kamikaze: ¿hasta qué punto el nacionalismo catalán no se ha visto exacerbado por la intransigencia política española? Y lo peor es que aún hoy la mayoría de los líderes españoles no se dan cuenta del inmenso error estratégico de esta posición inmovilista. Así las cosas, el problema de Cataluña con España sólo puede ir a peor con el paso de los años, y lo más probable es que sólo pueda acabar cuando Cataluña consiga su independencia.
Como ya he comentado muchas veces, creo que la efervescencia independentista en Cataluña responde en mucho al proceso de decadencia de las sociedades occidentales, decadencia que ya se ha manifestado de manera particularmente evidente en Grecia, Reino Unido, EE.UU., e incluso Francia. España sólo es otra ficha más en el dominó de esa decadencia global de Occidente, fruto de una crisis que no puede acabar nunca; y es sólo cuestión de tiempo que España sufra una convulsión, previsiblemente peor que las de nuestros vecinos. El sentimiento de desconexión con las élites que experimentan la mayoría de los ciudadanos hace que todo lo que tenga que ver con el Estado se vea como ineficiente y corrupto, y que cada vez menos personas, tanto en España como en Cataluña, están de acuerdo con un continuismo que tiene una imagen cada vez más retrógrada y despreciable. Eso lleva a la curiosa y triste paradoja de que el movimiento secesionista catalán, a pesar de sus muchas limitaciones y cortedad de miras, es lo más regeneracionista que ofrece el desierto panorama político español.
Para los que vivimos aquí, en Cataluña, y más concretamente para los que somos españoles pero no catalanes, la situación es particularmente incómoda. En mi caso concreto, yo, que soy español (nacido en León, vine a vivir en Cataluña cuando ya tenía 32 años), no deseo que Cataluña sea independiente de España, fundamentalmente porque me causa mucha tristeza nuestro fracaso colectivo, nuestra incapacidad de entendernos y llegar a acuerdos razonables. Por otra parte, comprendo los argumentos que dan mis muchos amigos independentistas (porque sí, a pesar de ser español tengo amigos independentistas catalanes, algo que los nacionalistas españoles no pueden entender, en su totalitaria visión de conmigo o contra mi). Hay muchos de los argumentos de los independentistas catalanes que no comparto, y algunos que sé positivamente que son completamente erróneos; pero por otro lado no puedo alinearme con una postura de oposición frontal al independentismos porque de manera ventajista quienes la defienden suelen alinearse con los intereses de una clase corrupta y decadente, ¿y quién puede negar que España necesita una regeneración? Por supuesto que Cataluña también (la política catalana es tanto o más corrupta que la española), y el proceso de independencia no garantiza, ni mucho menos, que se supere esa corrupción. Pero no hacer nada consiste en aceptar que esto es lo que hay y que nada se puede cambiar, ya que desde España, seamos realistas, no se está proponiendo nada como cambio real y radical. Por tanto, uno no quiere votar a favor de la independencia de Cataluña, por el sentimiento de derrota y pérdida que ello provoca, pero tampoco puede votar en contra, porque es reaccionario, una aceptación tácita de lo actual. Pero por otro lado, por pocas convicciones democráticas que se tengan, es obvio que uno no puede oponerse a que se vote sobre un asunto tan trascendente y sobre el que es notorio y manifiesto que un amplio sector de la población catalana quiere manifestarse. Así que al final, en mi caso concreto, me encuentra en la paradoja, otra más de las que jalonan este camino, de querer que se vote y no poder votar ninguna de las dos opciones. Y como yo me temo que se encuentran bastantes personas, aunque al final, con un espíritu más pragmático que el mío, seguramente optarían por una u otra opción, más probablemente el sí que el no a la independencia.
Este último contrasentido, ese callejón sin salida intelectual de querer votar pero no querer ninguna de las dos opciones, ejemplifica a mi modo de ver el callejón sin salida político en el que estamos. No es de extrañar que las posiciones del sí y del no estén tan igualadas en las encuestas; en el fondo, dado que no se habla de las cuestiones verdaderamente importantes que podrían conseguirse o no con la independencia (qué tipo de república se constituiría, si se acabarían o no los privilegios, si se primarían los derechos de las personas o los intereses de las corporaciones, qué se haría con el pago de la deuda, etc), esta votación no es menos aleatoria que lanzar una moneda al aire y pedir cara o cruz. Una vez más somos la hormiga que busca infructuosamente la manzana que huele, moviéndose adelante y atrás sin darse cuenta de que la tiene encima. Por eso, querría explorar una dimensión del problema raramente (por no decir nunca) tratada: que la secesión de Cataluña supondría una vía rápida hacia el colapso, y por qué eso podría llegar a ser algo positivo.
Contrariamente a lo que se defiende desde el campo independentista, la secesión de España supondría una caída económica más que considerable tanto para España como para Cataluña. El grado de interconexión de las dos economías es total, pues Cataluña forma parte de España, la mayoría de sus "exportaciones" van a España y para España Cataluña es un motor económico fundamental. Ya desde el punto de vista meramente logístico, el proceso de secesión tiene una complejidad astronómica: desde la gestión de la red eléctrica, enormemente interconectada entre ambos territorios, hasta las redes de gas, carreteras, puertos, aeropuertos, cuencas fluviales, recursos hídricos y así un largo etcétera. Además, tal secesión no se verificaría de grado: al margen de que más de un líder independentista pueda acabar en una cárcel española, y de que acabara produciéndose cierta violencia hasta la consumación de la separación, es evidente que, por una cuestión de orgullo nacional y sabiendo cómo son nuestros líderes, España no ayudará a Cataluña a hacer más sencillo el proceso, ni tan siquiera en aquellas cosas en las que la no-colaboración perjudicase claramente a los españoles. Antes al contrario, se pondrán todo tipo de obstrucciones y pegas, y entre otras España intentaría endosarle al nuevo Estado tanta deuda nacional como le fuera posible (si le dejan). Y por si fuera poco, esta eventual secesión de Cataluña pasaría en medio de una grave crisis económica mundial, que no sólo agravaría los problemas económicos internos sino que además mermaría el apoyo internacional al proceso de transición (como mínimo, el apoyo económico). Teniendo en cuenta que la siguiente oleada recesiva muy probablemente será el inicio del largo descenso energético, la trayectoria será siempre descendente para los países occidentales, pero en el caso de Cataluña y España ese descenso sería más rápido que el de otros países de nuestro entorno (lo cual, no nos engañemos, a ellos les vendría muy bien, por lo que se supone de aumento de recursos disponibles para ellos).
Colapsar antes o más completamente que el resto de países occidentales puede tener sus ventajas, sobre todo si uno acepta un punto de vista según el cual el colapso es inevitable. Que el colapso sea o no inevitable es algo en sí mismo bastante discutible, aunque viendo la enorme dificultad para conseguir que se acepte en los ámbitos políticos la idea del decrecimiento necesario e inaplazable, y que la falta de amplitud de miras de las grandes empresas nos aboca irremisiblemente a un descenso energético y material precipitado, es difícil ser optimista sobre la posibilidad de evitar el colapso; más bien se podría decir que nuestros sistemas político y económico están programados para colapsar tan pronto como los recursos comiencen su físicamente inexorable declive (cosa que, por lo que parece, ya ha comenzado).
La Historia, disciplina cada vez más arrinconada en los currículums escolares, es una gran maestra, y si uno se toma la molestia de echarle un vistazo verá que los procesos de colapso de las civilizaciones, aunque rápidos al ser mirados retrospectivamente, toman su tiempo. Incluso en nuestro muy inestable sistema, que probablemente nos llevará a un colapso mucho más rápido de lo habitual, el colapso es un proceso que llevará décadas, y al cual la psique humana, muy adaptativa, se va aclimatando, aceptando a cada paso la nueva realidad. A los países occidentales les llevará un tiempo colapsar, porque antes de que éste se consume por completo se tendrán que haber aprovechado todos los recursos atesorados como capital, no sólo monetario sino físico. En el proceso, la falta de aceptación del momento histórico que estamos viviendo puede abocarnos al recurso a la guerra y el colonialismo como medio para garantizar la continuidad del flujo de recursos, y eso nos degradará más y peor que simplemente dejar a los demás países a su suerte, puesto que la contrapartida de la guerra fuera es el autoritarismo y la devaluación interna dentro.
Por todo ello, un colapso rápido, o más rápido que el de los países de nuestro entorno, puede tener ciertas ventajas. Como dice John Michel Greer, "Colapse ahora y evite las aglomeraciones". Si nuestro colapso se verifica sensiblemente antes que el de las naciones de nuestro entorno, seguramente, aunque sea por su propio interés, nos ayudarán a caer de una manera más ordenada; en justa compensación a su esfuerzo por nuestra parte, el peso muerto que nosotros supondríamos les llevaría a acelerar un poco su propio inevitable y necesario colapso. La idea es, al final, colapsar mejor, como tantas veces dice Jorge Riechmman; o si no somos capaces de colapsar bien, por lo menos colapsar rápido, como dice Carlos de Castro, para acabar lo antes posible con esta locura destructiva.
La enorme carga de la deuda, las espurias rencillas entre Cataluña y España, la enorme complejidad de los ajustes en la gestión de tantas infraestructuras y administraciones, y todo eso con el trasfondo de una crisis económica draconiana, podría servir no sólo para producir una fuerte caída inicial de la que nunca nos recuperaríamos, sino que probablemente pondría, tanto a Cataluña como a España en una vía de descenso más rápido de la que tendrían yendo juntas por la Historia. Así pues, la independencia de Cataluña nos llevaría a un colapso rápido pero en mejores condiciones que los colapsos que sucederán posteriormente. Por tanto, en una última paradoja, el proceso secesionista catalán supondría una gran ventaja y algo deseable tanto para Cataluña como para España. Aunque dudo mucho de que ningún representante político osara jamás plantear el debate en estos términos.