Este pasado jueves, el Tribunal Constitucional anuló la amnistía fiscal aprobada por el Gobierno del Partido Popular el 30 de marzo de 2012. Aunque, en aras de la seguridad jurídica, nuestro más alto tribunal mantuvo sus efectos para todas aquellas regularizaciones que ya hubiesen alcanzado firmeza, el fallo supuso un duro golpe para el Ejecutivo y, muy en especial, para la credibilidad y supervivencia política de su ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro. No en vano, con ésta, la amnistía fiscal ya acumula tres graves meteduras de pata que vuelven la posición del jiennense difícilmente sostenible.
El primer grave error que se cometió con la amnistía fiscal fue de tipo comunicativo. Su razón de ser jamás fue adecuadamente explicada a los ciudadanos: se confió en que las circunstancias extraordinarias de la crisis justificaran cualquier tipo de medida durante esas críticas fechas y se desatendió por entero la elaboración de una narrativa que volviera entendible esta política ante la ciudadanía. A la postre, a simple vista casa muy mal el que, por un lado, se castigue al grueso de la población con uno de los mayores sablazos tributarios de la historia (recordemos que en 2012 se incrementaron sustancialmente los tipos del IRPF, del IVA o del IBI) y que, por otro, se condone la deuda fiscal a los defraudadores apenas regularizando sus ingresos no declarados a un gravamen del 10%. Este desastre comunicativo devino absoluto conforme la corrupción institucionalizada fue aflorando y descubrimos que la amnistía no sólo había servido para regularizar tributariamente ingresos lícitos no declarados ante el Fisco, sino también ingresos ilícitos: no se supo exponer que, en varios casos, la amnistía sirvió precisamente para detectar esas irregularidades y atrapar a los corruptos.
El segundo grave error cometido fue de tipo presupuestario: originariamente, la amnistía pretendía recaudar 2.500 millones de euros —apenas el equivalente al coste de actualizar las pensiones al IPC durante ese ejercicio—, pero al final consiguió bastante menos: tan sólo 1.200 millones. La razón detrás de este fuerte desajuste es que el ministro de Hacienda olvidó algo tan elemental como que las obligaciones tributarias prescriben a los cuatro años, de modo que sólo cupo gravar al 10% las rentas afloradas correspondientes a los cuatro ejercicios fiscales anteriores a la amnistía. De ahí que la tributación media de los capitales amnistiados ni siquiera fuera del 10%, sino del 3%.
Y, evidentemente, el tercer grave error fue de tipo jurídico, tal como acaba de recalcar el Tribunal Constitucional: de acuerdo con el artículo 86.1 de la Carta Magna, la regulación de los elementos esenciales que determinan las obligaciones tributarias de los españoles sólo puede efectuarse mediante ley (reserva de ley) y no a través de Decreto-Ley. Pero, pese a la claridad del texto constitucional, la amnistía fue finalmente aprobada mediante Decreto-Ley, lo que ha motivado ahora su anulación por atentar contra la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico.
En definitiva, tres elementos clave de la amnistía fiscal —las formas de comunicarla, el vehículo para aprobarla y la estimación de sus efectos— han sido una absoluta chapuza. No se trata de que, como algunas formaciones políticas han sostenido durante los últimos años, toda amnistía fiscal sea una inmoralidad a combatir: al contrario, las amnistías pueden ser muy legítimas y acarrear efectos muy positivos para un país. Pero, en cualquier caso, deben ejecutarse con corrección. Aquí no ha sucedido y el responsable último de perpetrar este entuerto es, obviamente, el ministro de Hacienda. También es él quien, en consecuencia, deberá asumir su responsabilidad.