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Nunca debimos rescatar a las cajas

por Laissez Faire Hace 7 años
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En contra del tan extendido dogma de que la masiva socialización de pérdidas de las cajas de ahorro constituía un absoluto imperativo económico, la realidad era más bien la opuesta: había alternativa al rescate estatal y esa alternativa habría sido mucho más justa, transparente y disciplinante que la inyección de decenas de millones de euros del conjunto de los contribuyentes a esos hiperquiebrados chiringuitos crediticios.

La alternativa al bail-out era el bail-in: la asignación de las milmillonarias pérdidas de las cajas a aquellos que habían financiado sus inversiones en activos tóxicos, a saber, a los acreedores de estas entidades financieras. Si trasladamos las pérdidas a los acreedores, la caja termina recapitalizándose y evitando una bancarrota descontrolada que pudiera degenerar en una dañina depresión secundaria. No en vano, el bail-in es hoy el procedimiento que establece la legislación comunitaria para sanear a aquellas entidades insolventes: no su salvataje a costa del contribuyente, sino su reflotamiento a costa de los acreedores. ¿Por qué lo que se ha consagrado como ley en Europa hoy no quiso ser aplicado entonces a las cajas en España? Pues porque nuestros políticos, tanto los del PP como los del PSOE, se opusieron frontalmente a ello: las cajas de ahorro habían sido durante décadas su juguete y se empecinaron en que los contribuyentes fueran quienes costearan la factura de su reparación para que así ellos no perdieran totalmente el control sobre ese juguete.

Hoy ya tenemos una estimación aproximada de cuál es el importe de esa factura: 60.600 millones de euros. Unos 3.300 euros por familia española. Ésa es la cifra que el Banco de España considera hoy irrecuperable de entre todo el dinero de los contribuyentes que fue innecesariamente insertado dentro de nuestro sistema bancario. Con el bail-in, este injusto atraco jamás habría tenido lugar: las pérdidas se habrían imputado a aquellos que tenían una responsabilidad en su gestación (los inversores en las cajas) y no a aquellos que no tenían ninguna responsabilidad en ello (los contribuyentes). Capitalismo liberal: privatizar ganancias y también privatizar pérdidas.

Pero no fue así, acaso porque extenderles a los contribuyentes la factura del juguete roto de nuestros políticos abría la puerta a que éstos continuaran controlando, en corrupta connivencia con el resto del sistema superviviente, el nuevo mapa de entidades financieras post-salvajate. No olvidemos que hace pocos meses, el Tribunal de Cuentas denunció que el rescate estatal de las cajas estuvo plagado de irregularidades: políticos y banqueros desayunaban en una mesa de La Moncloa y planificaban con absoluta opacidad una reestructuración del sistema financiero español que redundara en su beneficio personal y en pérdidas para la generalidad. Capitalismo de amiguetes: privatizar ganancias y socializar pérdidas. Con el bail-in, los poderes políticos y los poderes financieros no habrían podido repartirse la carroña de las cajas a expensas del conjunto de la ciudadanía, pues la carroña habría sido soportada íntegramente por quienes la causaron.

Al final, sin embargo, pagaron justos por pecadores, de manera que los pecadores no han desarrollado ningún incentivo funcional —la imprudencia financiera conlleva pérdidas que son soportadas por los propios irresponsables—: al contrario, la lección que algunos cazadores de rentas habrán terminado extrayendo de todo este amañado proceso es que las crisis financieras pueden resultar enormemente provechosas si uno se halla lo suficientemente cerca del poder político como para capturarlo e instrumentarlo en su interés. Algo que, de nuevo, habría sido imposible con el bail-in: trasladando las pérdidas de las cajas a sus inversores, cada cual habría aprendido que debe hacerse cargo de aquellos malos activos que ha contribuyó a financiar, de manera que sus actuaciones futuras habrían quedado tamizadas por los riesgos realmente asumidos.

En suma, el rescate de las cajas fue una carísima canallada política que, para más inri, ha instalado en el imaginario colectivo español una estructura de incentivos totalmente perversos: si me equivoco pero disfruto de buenas conexiones con el poder político, puedo terminar trasladándole mi agujero al resto de la ciudadanía. La consolidación de una casta de élites extractivas mucho más pendientes de controlar el BOE que de crear responsablemente valor para los consumidores. Había alternativa pero nos engañaron.


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