De la noche a la mañana, el PSOE ha pasado de definir al Tratado de Libre Comercio con Canadá (CETA) como ejemplo de “globalización regulada y progresista” donde se “preserva la protección social, laboral, medioambiental y los derechos del consumidor” a denigrarlo como un tratado que “concentra más poder en las grandes corporaciones a costa de derechos”.
Para un liberal, este tipo de tratados de libre comercio son armas de doble filo. Por un lado, contribuyen a eliminar aranceles y a armonizar las normativas entre todos los Estados firmantes, de manera que los intercambios dentro de esa nueva área económica pasan a poder desarrollarse bajo menores trabas interestatales. Por otro, son preocupantes por tres razones: primero, constituyen una forma de centralización legislativa top-down, lo que resta espacios a la autorregulación privada, descentralizada y bottom-up; segundo, las nuevas normativas resultantes de la armonización pueden ser más intervencionistas que aquellas regulaciones nacionales a las que reemplaza (por ejemplo, el CETA obliga a Canadá a respetar las “denominaciones de origen” de la UE o a reforzar la protección de patentes según los más estrictos estándares comunitarios); y tercero, el tratado únicamente abre el comercio entre las partes firmantes, perjudicando en términos relativos a los flujos comerciales con el resto del mundo (por ejemplo, Reino Unido lo tendrá ahora más complicado para exportar a Canadá). En lugar de un desarme regulatorio y arancelario unilateral, que sería lo más respetuoso con la libertad de los distintos ciudadanos, se opta por un “apaño” tutelado entre Estados para habilitar el comercio en los términos restrictivos que las élite políticas consensuen.
Desde un punto de vista liberal, uno puede entender tanto las alabanzas como las críticas al tratado: sus ventajas son obvias (supresión de cuotas y aranceles, reconocimiento mutuo de estándares de calidad, limitación de la potestad de los Estados nacionales para excluir de la competencia interior a empresas extranjeras, etc.) pero sus inconvenientes también (suprerregulación y desviaciones de comercio). Lo que, en cambio, resulta ininteligible es que un partido socialdemócrata lo rechace. A la postre, los dos pilares de la socialdemocracia son el intervencionismo y el internacionalismo: intervencionismo a la hora de defender la acción del Estado dirigida a corregir los “fallos del mercado” e internacionalista a la hora de proscribir aquellas intervenciones arbitrarias cuyo único propósito sea el de privilegiar a ciertas compañías nacionales sobre las extranjeras. Lo que caracteriza a la izquierda es su idea de igualdad entre las personas (físicas o jurídicas), residan éstas dónde residan: de ahí que todas ellas deban someterse a normas globales comunes. En suma, la socialdemocracia aspira, o debería aspirar, a crear un mercado regulado mundial sin discriminaciones entre individuos.
Evidentemente, aquellos partidos radicalmente anticapitalistas —y, por tanto, anticomercio— podrán mostrarse dispuestos a sacrificar esta igualdad global entre individuos a cambio de torpedear cuanto sea posible el proceso globalizador. Por eso, la izquierda anticapitalista detesta el CETA: porque amplía —aun reguladamente— el tamaño del mercado y, por tanto, los espacios del comercio. Y su odio al comercio supera su amor por la igualdad. Motivos distintos, pero estratégicamente convergentes, a los de la extrema derecha nacionalista, la cual deplora el CETA por diluir la identidad y la soberanía nacional.
Hasta la fecha, no constaba que el PSOE fuera un partido ni de izquierda anticapitalista ni de derecha nacionalista como para rechazar el CETA por contribuir a aumentar los espacios de la globalización. Tampoco teníamos noticias de que el PSOE fuera un partido liberal-libertario como para rechazar el CETA por no eliminar completamente las barreras que existen a la globalización y al comercio. Por lo que parecía, y según había votado recientemente el grupo socialista en el Parlamento Europeo, el PSOE era un partido socialdemócrata que reputaba el CETA como una forma de expandir la globalización creando instituciones globales de gobernanza (tratados interestatales y re-regulatorios). ¿A qué viene entonces la súbita abstención de los de Pedro Sánchez a propósito del CETA? ¿Es que acaso en unos pocos días han descubierto algunos detalles de este tratado que les habían permanecido ocultos durante los siete años en los que se ha estado negociando? ¿O es que de la noche a la mañana el PSOE se ha podemizado y, en consecuencia, ha transitado desde la socialdemocracia hasta el anticapitalismo sectario?
La explicación probablemente sea mucho más sencilla: el PSOE —como la práctica totalidad de la casta política española— es un partido sin más convicciones que su sed de poder. La socialdemocracia es una etiqueta que circunstancialmente le permite captar los votos que necesita para conquistar La Moncloa, pero en la actual coyuntura política no basta con reivindicarla propagandísticamente. Los de Pedro Sánchez necesitan o bien atraer al votante anticapitalista de Podemos o bien la confluencia parlamentaria de Podemos: y para conseguirlo han de acercarse a sus postulados más histriónicos… como oponerse al CETA. No estamos ante un giro ideológico, sino ante un giro táctico: sacrificar su apoyo al CETA para cosechar de carambola el apoyo de Podemos. Convertir un asunto nacional en un trapicheo partidista: la política, por ende, en estado puro.