La crisis financiera ha sido uno de los fenómenos más traumáticos que ha vivido España en la última década: la crisis es la culpable última de las altísimas tasas de desempleo, del masivo endeudamiento del sector privado, de la multiquiebra de cajas de ahorros, del hiperendeudamiento del sector público y de los fuertes ajustes experimentados en el sector público. Es lógico, por consiguiente, que las fuerzas políticas deseen averiguar qué nos condujo hasta esta desastrosa situación y qué medidas deberían haberse adoptado para evitarla. Máxime si, para más inri, el desarrollo de la crisis estuvo marcado por un conjunto de irregularidades que, cuando menos, deberían ser esclarecidas: el Tribunal de Cuentas, por ejemplo, ya ha denunciado en diversas ocasiones tanto el despilfarro que supuso el Plan E cuanto el descontrol con el que fueron rescatadas (a costa del contribuyente) las cajas de ahorro.
De ahí que, en abstracto, la comisión parlamentaria de investigación sobre la crisis financiera sea pertinente y, correctamente ejecutada, pudiera conducirnos a aprender de nuestros errores y subsanarlos: así, podríamos constatar que la crisis económica fue el resultado de los privilegios estatales otorgados al sistema financiero y que, en consecuencia, tales privilegios deberían ser suprimidos ipso facto para evitar su reproducción futura; también podríamos descubrir que la keynesiana reacción gubernamental a la crisis fue calamitosa y a punto estuvo de conducir a España a la bancarrota. Sucede que, en nuestro país, esa utilidad abstracta que pudiera llegar a tener la comisión de investigación se disuelve como un azucarillo dentro de la agenda populista de nuestras principales formaciones políticas: la comisión no buscará la verdad, sino respaldar el discurso propagandístico de cada partido ante su auditorio. Más que ante un juicio riguroso, probablemente terminemos asistiendo ante un circo mediático. Rebajemos, pues, nuestras expectativas sobre el resultado de las comparecencias futuras: únicamente servirán para dar carnaza a las ultraideologizadas huestes de votantes de cada partido. Los auténticos temas de fondo quedarán, como siempre, en el tintero: demasiado sería pedirle a la clase política que reconozca que ella es la auténtica responsable de este desaguisado.