El Gobierno aprobó ayer la revisión de su cuadro macroeconómico para el período 2018-2020. En cierto modo podríamos calificarlo como el cuadro macroeconómico que deja definitivamente atrás la crisis económica: el PIB del sector privado recuperará su nivel previo a la crisis (si bien con una composición mucho más sana que la que exhibía justo antes del pinchazo de la burbuja inmobiliaria) y el número de trabajadores regresará a su máximo histórico después de aumentar en más de millón y medio durante los próximos ejercicios (si bien, nuevamente, serán empleos en sectores mucho más sostenibles a los existentes en 2007). A su vez, 2018 será el primero desde 2008 en el que el Reino de España cumplirá con los objetivos de déficit del Pacto de Estabilidad y Crecimiento: la previsión es que el desequilibrio presupuestario caiga hasta el 2,2% del PIB y que desaparezca cuasi por completo en 2020 —en línea, por cierto, con lo que nos impone el artículo 135 de la Constitución: alcanzar un déficit estructural inferior el 0,4% del PIB—. Todo ello se enmarcará, además, en un continuado aumento de las exportaciones que consolidará, por primera vez en nuestra historia reciente, un prolongado ciclo de crecimiento acompañado por un saldo exterior favorable (es decir, creceremos sin endeudarnos con el exterior). De cumplirse todos estos pronósticos del Ejecutivo, tanto el sector privado como el sector público terminarán el proceso de saneamiento de las muchísimas distorsiones que se acumularon durante los años del burbujismo crediticio y ladrillístico.
Pero acaso, para evitar caer en un triunfalismo embriagador, convenga remarcar el condicional “de cumplirse”. Es verdad que la economía española ha experimentado desde 2014 un ritmo de crecimiento excepcional y sorprendente incluso para los analistas más optimistas: tres años creciendo anualmente por encima del 3% (en este último trimestre hemos rozado una expansión anualizada del 4%) y creando casi medio millón de empleos anuales. Sin embargo, como constató hace una semana el Banco de España, dos tercios de este rápido crecimiento se deben a los llamados vientos de cola, esto es, a factores externos y potencialmente coyunturales: los bajos precios del petróleo y los muy moderados tipos de interés en los mercados financieros. El esperanzador cuadro macroeconómico que presentó ayer el Gobierno descansa sobre la hipótesis de que esos vientos de cola se van a mantener durante los próximos años: el Ejecutivo confía en que el precio del barril Brent no supere los 55 dólares entre 2018 y 2020, así como que el Euribor a tres meses se mantenga atado en el 0%. No es que tales pronósticos sean excéntricos, pero evidentemente cabe el riesgo de que no se cumplan: y, en ese caso, la mayor parte del cuadro macroeconómico del Gobierno se derrumbaría. No existe plan B. Por eso, y como venimos diciendo desde hace años, deberíamos evitar caer en una peligrosa autocomplacencia: no es momento ni de disparar el gasto público (como irresponsablemente está pidiendo Unidos Podemos con la complicidad silenciosa del PSOE), ni de aparcar la agenda reformista (como viene haciendo el Partido Popular desde 2013). Vivimos un momento dorado que algunos pretenden aprovechar para hipotecar nuestro futuro y que otros rechazan emplear para desatar nuestro potencial presente. Nuestra clase política no está a la altura del dinamismo de nuestro sector privado.