El liberalismo no es economicista: es una filosofía política amplia que defiende la libertad de cada individuo a desarrollar su propio proyecto de vida sin interferencia coactiva ajena. La economía es un ámbito muy importante dentro de nuestros planes existenciales, pero no lo es ni mucho menos todo. Por eso, existen otras libertades civiles que también merecen ser defendidas: por ejemplo, nuestro derecho a las drogas.
Este miércoles arrancó en Uruguay la venta libre y directa en farmacias de marihuana para uso recreativo. Se culmina así un proceso de legalización que emprendió hace cuatro años el gobierno de José Mújica con el propósito de golpear al narcotráfico y de minimizar el riesgo de abuso de otro tipo de drogas. Evidentemente, el principal motivo para liberalizar la comercialización y el consumo de cannabis debería ser el escrupuloso respeto a la libertad de cada persona: tomar drogas es un acto que, como mucho, perjudica prima facie al drogadicto, no al resto de individuos que deciden no consumirlas. En consecuencia, su ilegalización constituye un caso paradigmático de “delitos sin víctimas”: esto es, de criminalización de conductas que no dañan a nadie más salvo a aquel que las comete.
Sin embargo, a poco que reflexionemos sobre el asunto, el consumo de drogas sí podría conllevar efectos negativos indirectos sobre terceros. De hecho, quienes se oponen a la legalización de las drogas por criterios no moralistas suelen resaltar sus consecuencias perversas sobre la juventud, sobre la criminalidad y sobre los accidentes de tráfico. En particular: se teme que la comercialización legal del cannabis, aun cuando esté restringida a mayores de edad, facilite su accesibilidad a los menores; asimismo, se presupone que un mayor uso de esta droga podría incrementar los comportamientos violentos y, por tanto, la delincuencia; y, finalmente, también se pronostica que un mayor consumo de marihuana aumentará la cantidad de conductores bajo los efectos de esta sustancia. De ahí que, a ojos de muchos, Uruguay haya acabado de abrir las puertas del Averno: una juventud más desestructurada, mayor criminalidad y más accidentes de tráfico.
Por fortuna, tan catastróficas predicciones no se han materializado en aquellos estados de EEUU donde la marihuana ya se halla legalizada. Y es que, durante los últimos años, hasta ocho estados de EEUU han autorizado la venta recreativa de marihuana: Alaska, California, Colorado, Massachusetts, Maine, Nevada y Washington. 68 millones de estadounidenses (más de un quinto del total de la población) residen, pues, en estados donde la venta recreativa de marihuana es legal. ¿Y qué desastre se ha cernido sobre ellos? Aparentemente ninguno.
Primero, la legalización de la marihuana no ha incentivado su consumo entre los jóvenes en aquellos dos estados, Colorado y Washington, que han recopilado evidencias al respecto. El consumo habitual de marihuana sigue atado en torno al 20% entre los adolescentes de Colorado; unas tasas, y evolución, similares a las del estado de Washington.
Segundo, la delincuencia no ha aumentado en aquellos estados que han legalizado la marihuana con respecto a aquellos otros en los que esta sustancia sigue siendo ilegal. Al contrario, de existir alguna relación —aunque resulta estadísticamente no significativa—, sería más bien la opuesta: durante los últimos años, la delincuencia se ha reducido generalizadamente en aquellos estados donde la marihuana se ha legalizado.
Y tercero, el número de accidentes de tráfico en Colorado y Washington ha evolucionado de manera similar a la de otros estados en los que la marihuana no se legalizó, de manera que la desregulación no ha dado pie a una mayor siniestralidad.
Por consiguiente, la legalización de la marihuana no parece estar relacionada con consecuencias adversas sobre terceros. No es que la existencia de efectos negativos hubiese legitimado per se su prohibición (muchísimas actividades tienen externalidades negativas sobre terceros y no por ello se nos ocurre prohibirlas: como mucho se justificarían ciertas regulaciones que minimizaran esos efectos dañinos), pero la inexistencia de tales consecuencias nocivas sí refuerza la conveniencia de su legalización. De hecho, no sólo no parecen existir externalidades negativas, sino que podemos mencionar varios efectos positivos indirectos.
El primero es que el uso de la marihuana —especialmente con fines medicinales— está reduciendo el abuso de opiáceos y las muertes derivadas del mismo: es decir, está habiendo un cierto efecto sustitución entre ambos tipos de drogas, minorando la dependencia de los mucho más peligrosos opiáceos. El segundo es que el negocio del narcotráfico mexicano de marihuana se está hundiendo, pues la hierba cultivada legalmente en los EEUU está desplazando a la de los cárteles dentro del mercado estadounidense: un fenómeno que ha forzado a los narcos a concentrarse en la producción de sustancias que continúan siendo ilegales. El tercero es que los arrestos por el cultivo, distribución y posesión de marihuana se han desplomado en todos aquellos estados en los que se ha legalizado, lo que ha ahorrado al contribuyente centenares de millones de dólares y ha contribuido a desatascar los juzgados. Y, finalmente, desde una perspectiva estrictamente socialdemócrata, la recaudación por impuestos sobre la marihuana está proporcionando varios centenares de millones de dólares a los estados que la han legalizado (lo que permitiría financiar, si fuera menester, campañas de información sobre el uso responsable de la misma).
En definitiva, la legalización de la marihuana no sólo es una buena noticia para la libertad individual, sino que también está resultando beneficiosa para el resto de la sociedad. Ojalá la coacción moralista del Estado termine siendo derrotada también en este ámbito: ojalá España y el resto de Europa Occidental sigamos pronto los pasos de Alaska, California, Colorado, Massachusetts, Maine, Nevada, Washington y, desde este miércoles, Uruguay. Ojalá legalicemos pronto la producción y distribución comercial de marihuana. Vivamos y dejemos vivir en paz a cada persona.