El pasado domingo 30 de julio, el Gobierno venezolano de Nicolás Maduro forzó la celebración de elecciones a la Asamblea Constituyente. El propósito del chavismo ha sido evidente desde el comienzo: disolver la actual Asamblea Nacional (donde la Oposición goza de una amplia mayoría) y redactar una nueva Constitución que otorgue poderes aún más despóticos a Maduro: la Constitución vigente, elaborada por el propio Hugo Chávez para gobernar autoritariamente el país, se le ha quedado pequeña al nuevo autócrata venezolano.
Desde su misma génesis, las elecciones constituyentes fueron un absoluto paripé para forzar la transición desde el actual autoritarismo competitivo que caracteriza al sistema político venezolano hasta una dictadura tradicional donde todos los poderes se hallen formal y realmente concentrados en il Duce. La Oposición se negó a presentar candidatos a tal paripé prototiránico: no por carecer de apoyo popular (hace menos de dos años logró una rotunda victoria legislativa con más del 65% de los votos emitidos), sino porque no reconocía legitimidad a tal farsa electoral y porque, además, los comicios fueron diseñados para poder manipular los resultados al antojo del Gobierno.
La inmensa mayoría de ciudadanos tiende a sacralizar el rito democrático en todo el globo: desde la perspectiva del culto democrático, las elecciones son una experiencia cuasirreligiosa en la que cada sufragio individual se transubstancia en la voluntad general y soberana del pueblo. Así las cosas, no se concibe la posibilidad de que todo ese rito sea únicamente un teatro diseñado por el propio gobierno para consolidar su poder: esto es, no se concibe la posibilidad de que las elecciones puedan amañarse para que alumbren —y legitimen socialmente— aquel resultado que el gobierno de turno desea que sea alumbrado.
Pero lo cierto es que los fraudes existen en todos los sistemas electorales, incluso en las democracias más avanzadas (para un resumen de todas las artimañas contenidas en el sistema electoral español, puede leerse este artículo de Lago y Montero). De hecho, incluso existe una disciplina dentro de la ciencia política especializada en el estudio de los métodos de manipulación electoral: la herestética. Los procedimientos de amaño electoral son muy variados: desde los más burdos (pucherazo o invención de las actas de mesa) a los más sofisticados (gerrymandering de las circunscripciones, barreras electorales, requisitos para el voto o fórmulas electorales). Los diversos equilibrios de fuerza entre la sociedad y el Gobierno condicionan que este último pueda abusar más o menos de la herestética, pero ésta siempre se halla presente en alguna medida.
En el caso de las recientes elecciones venezolanas, la oligarquía bolivariana tiró por la calle de en medio, y no se ruborizó lo más mínimo a la hora de defraudar tanto cómo gustó. Las vías fueron muy diversas:
Manipulación del censo electoral: Todas aquellas personas inscritas en el registro electoral tienen derecho al sufragio activo; todas aquellas personas no inscritas en el registro electoral carecen del derecho al sufragio activo. El censo, por tanto, es una herramienta fundamental para o bien inflar el número de votantes afines (por ejemplo, fallecidos que aparecen inscritos) o bien limitar el número de votantes díscolos: de ahí que deba estar ampliamente fiscalizado para evitar fraudes. En estas elecciones, el Gobierno se saltó la fase de consulta, impugnación y solicitud de incorporaciones en el registro electoral. Asimismo, tampoco se auditó externamente ni el censo territorial ni los censos sectoriales. Es decir, el Gobierno elaboró el listado de votantes a su medida.
Pucherazo en el reparto sectorializado de los escaños: Suele describirse a la democracia como el principio de “un hombre, un voto”. En los recientes comicios venezolanos, este principio no se respetó. La Asamblea Constituyente está integrada por 545 representantes: 364 son elegidos territorialmente, 8 por los pueblos indígenas y 173 por los diferentes “sectores económicos y sociales” (79 por parte de los trabajadores, 8 por campesinos y pescadores, 5 por los empresarios, 28 por los pensionistas, 5 por los discapacitados, 24 por los estudiantes y 24 por los consejos comunales y comunas). Los ciudadanos que forman parte de alguno de estos sectores tenían derecho a votar dos veces: una por sus representantes territoriales y otra por los sectoriales. Dejando de lado que, como ya indicamos, los censos sectoriales tampoco han sido auditados, lo que hizo el Gobierno con este peculiar reparto de escaños fue duplicar el voto de aquellos ciudadanos más manejados por el régimen (control sindical de trabajadores o estudiantes y dominio de las comunas).
Barreras para la presentación de candidatos: Aunque la Oposición anunció que no presentaría candidatos, tampoco le habría sido nada fácil hacerlo de haberlo querido. Para postularse como candidato electoral, el Gobierno exigió recoger el equivalente al 3% de las firmas de la circunscripción territorial o sectorial por la que se concurría. La clave del asunto fue que, en esta ocasión, se invalidó que los venezolanos pudieran prestar su firma biométricamente, de manera que cada candidato tuvo que recopilar ese 3% de las firmas a mano y en apenas un plazo de 20 días. Evidentemente, para muchos candidatos habría sido imposible lograrlo en un lapso tan breve, de modo que la Consejo Electoral (controlado por el chavismo) podría haber rechazado las firmas aportadas por la Oposición y, al mismo tiempo, aceptar las firmas falseadas por el bolivarianismo.
Manipulación de las actas de mesa: Las actas de cada mesa electoral son el documento donde se recoge la relación de votos emitidos por el conjunto de los electores. Siendo el voto secreto, constituyen la única prueba que atestigua el contenido de los sufragios depositados en la urna. Justamente para evitar cualquier manipulación del acta, suele buscarse que éstas sean vigiladas por los interventores de los distintos partidos implicados, o incluso por supervisores internacionales. En estas elecciones, sin embargo, no hubo ni interventores de la Oposición ni supervisores internacionales, de modo que el chavismo tuvo vía libre para manipular las actas a su gusto (especialmente tras reducir a la mitad el número de mesas electorales, lo que también redujo a la mitad el número de personas de confianza necesarias para amañar las actas de mesa).
Pucherazo en los centros de contingencia: Venezuela vive instalada desde hace años en un estado de violencia extrema (cada año son asesinadas casi 18.000 personas). El empobrecimiento masivo con el que Maduro ha castigado a la población, así como la escalada de conflictividad política, no han hecho más que alimentar este clima de violencia y desesperación. Acaso por todo ello, y aun cuando el Gobierno de Maduro hubiese respetado el escrupulosamente el procedimiento electoral, habría sido aconsejable no celebrar estas elecciones en un clima de “anormalidad democrática”. Pero en lugar de posponer la convocatoria de una Asamblea Constituyente hasta que se pacificara el país, el Ejecutivo bolivariano aprovechó el contexto social para crear los llamados “centros de contingencia”: unas mesas electorales extraordinarias y supuestamente resguardadas de las zonas de violencia donde podía emitir su sufragio cualquier venezolano. Nuevamente, la falta de control sobre las actas de mesa permitió que un mismo ciudadano votara varias veces: una en la mesa electoral que le correspondía originalmente por el censo y otra(s) en cada centro de contingencia que visitara. Bastaba, pues, con que el chavismo instara a sus hordas bolivarianas a visitar diversos centros de contingencia para multiplicar los sufragios emitidos.
Gerrymandering en las circunscripciones electorales: El chavismo no sólo controló quién podía votar, cuántas veces podía votar, qué candidatos podían concurrir a los comicios y qué se había votado, sino que también manipuló el mecanismo para transformar los votos (falsamente) emitidos en diputados. Como ya hemos dicho, en estas elecciones se elegía a 364 diputados en las diferentes circunscripciones territoriales: lo esperable habría sido que se mantuviese una cierta proporcionalidad entre la población de cada circunscripción y los diputados allí escogidos. Pero no. El mecanismo fue mucho más simple: cada municipio de Venezuela (con independencia de su población) escogía un diputado; cada capital de estado escogía dos diputados; y Caracas escogía a siete. Si tenemos en cuenta que, además, el número de municipios por estado tampoco guarda relación con su población, este mecanismo proporcionó mucha mayor relevancia electoral a las zonas rurales (prochavistas) que a las zonas urbanas. Por ejemplo, el estado de Zulia (el más poblado de Venezuela y mayoritariamente antichavista) tenía asignados 22 constituyentes para una población de 4,3 millones de habitantes; en cambio, el estado Falcón seleccionaba a 26 con apenas un millón de habitantes.
En definitiva, las elecciones venezolanas del pasado domingo fueron un fraude de principio a fin. El chavismo detentó un control absoluto y arbitrario sobre cada una de sus etapas, con lo que pudo manipularlo a su completo antojo. De ahí que el Gobierno asegure que ocho millones de venezolanos acudieron a votar (y escogieron a los candidatos chavistas) a pesar de que, en las elecciones parlamentarias de 2015, el chavismo apenas cosechó 5,6 millones de apoyos, y a pesar de que todas las encuestas reflejaran un rechazo del proceso constituyente que abarcaba a entre el 70% y el 80% de la población. Estamos, pues, ante unos comicios sin ninguna garantía y, por tanto, sin ninguna credibilidad: es, simplemente, un golpe de Estado encubierto de rito electoral.