España recibió en 2016 75 millones de turistas, un 10% más que en 2015 y un 27% más que en el máximo pre-crisis de 2007. Nuestro país devino así en el segundo destino turístico del mundo, sólo superado por Francia. Estos 75 millones de turistas desembolsaron más de 77.000 millones de euros, lo que supuso un gasto medio diario de 138 euros por visitante extranjero. Si tenemos en cuenta también el turismo interno, su contribución económica resulta muy superior: el turismo genera una actividad de 120.000 millones de euros (el 11,1% del PIB) y un volumen de empleo de 2,5 millones de personas.
Las industrias beneficiadas por el turismo son muy variadas: hostelería, restauración, transporte por ferrocarril, transporte por carretera, transporte marítimo, transporte aéreo, alquiler de vehículos, agencia de viajes, industria cultural y servicios deportivos. A su vez, las principales comunidades receptoras de turistas extranjeros fueron Cataluña, Baleares y Canarias, las cuales concentraron el 56% de todos los visitantes.
Entre 2010 y 2015, el PIB de España se contrajo en 5.300 millones de euros, mientras que la aportación del turismo al PIB se incrementó en 8.400 millones: es decir, sin el turismo, el PIB español se habría contraído en 13.700 millones. En términos de empleo, la ocupación en España se redujo en 860.000 personas entre 2010 y 2015, mientras que la industria turística generó 140.000 puestos de trabajo netos: es decir, sin la aportación del turismo, en 2015 habría habido un millón de parados menos que en 2010. Visto desde otra perspectiva: en 2014 y 2015 (años de recuperación), España generó 730.000 empleos, de los cuales 288.000 (el 39%) fueron creados por la industria turística.
El impacto del turismo en nuestra economía es, pues, espectacular. Sin embargo, el turismo también genera costes vinculados con la saturación de los bienes colectivos de una ciudad (calles, transporte urbano, falta de habitaciones por restricciones turísticas, etc.): las mismas industrias que medran con el turismo pueden generar problemas de aglomeración entre los locales. Durante las últimas semanas, diversas ciudades españolas han sufrido brotes de lo que ya se ha bautizado como “turismofobia”, es decir, el rechazo de parte de la población autóctona hacia el visitante extranjero. Una parte de esa turismofobia tiene, evidentemente, una motivación política: del mismo modo que hace unos pocos años trataba de instrumentarse electoralmente el drama de los desahucios o del desempleo expansivo, ahora —en plena recuperación— intentan instrumentarse las molestias derivadas de una alta afluencia turística.
A la postre, muchas de las quejas politizadas son obviamente exageradas. La saturación urbanística de, por ejemplo, Barcelona dista de ser superior al de otras urbes europeas. La capital catalana cuenta con 1,6 millones de habitantes y recibe cada año 8,5 millones de turistas extranjeros (a lo largo del año, multiplica por 5,3 su población). En cambio, Milán tiene 1,3 millones de residentes y acoge 7,65 millones de turistas anuales (multiplica por 5,8 su población); París posee 2,2 millones de habitantes y recibe 15,3 millones de turistas (multiplica por 6,9 su población); y Ámsterdam únicamente cuenta con 0,8 millones de habitantes y recibe 8 millones de visitantes (multiplica por 10 su población).
No obstante, y más allá de la motivación política de parte de esa turismofobia, es cierto que el turismo puede generar algunos problemas en las ciudades. Pero lejos de perder el tiempo debatiendo acerca de cuál debería ser el modelo turístico de España, deberíamos comenzar a reconocer que España no tiene por qué tener un único modelo turístico, sino múltiples. En lugar de rechazar el turismo in toto, deberíamos trasladar la regulación de los aspectos más conflictivos del turismo (su repercusión sobre las zonas comunes) a unidades de gestión mucho más descentralizadas que el gobierno central, la comunidad autónoma o incluso el ayuntamiento: por ejemplo, las juntas de distrito o las comunidades vecinales. De esta forma, florecerán en España muy diversos modelos turísticos en competencia, cada uno de los cuales será responsable de cosechar o de renunciar a los muy sustanciales beneficios que genera el turismo.