La Gran Recesión cumple 10 años: una década desde el estallido de la crisis global de liquidez que terminó provocando la quiebra del sistema financiero internacional y el colapso de una parte sustancial de su aparato productivo. Muchos gobernantes ya dan la depresión por finiquitada: Occidente vuelve a crecer y el desempleo ha recuperado sus niveles previos a la crisis tanto en Europa como en EEUU. A su vez, se nos asegura que hemos aprendido sobradamente las lecciones del pasado y que la repetición de un fenómeno tan devastador sería hoy imposible.
Sin embargo, mucho me temo que las auténticas lecciones que deberíamos haber extraído sobre las causas últimas de este magno descalabro continúan marginadas en el cajón del olvido y de la ignorancia. En contra de lo que suele repetirse, no estamos mejor preparados para prevenir nuevos desastres económicos y lo único que, por el momento, nos aleja de regresar a las andadas es que los recuerdos de tan terribles errores financieros todavía están muy frescos. Pero la estructura institucional que recubre nuestras sociedades no ha cambiado en absoluto y, por tanto, los incentivos perversos a reeditar periódicamente los desequilibrios burbujísticos que nos han asolado durante una década también siguen vigentes.
Las crisis económicas hunden sus raíces en los privilegios que los Estados otorgan a la banca para evitar que ésta internalice los costes de su propia irresponsabilidad especulativa. Y es que los bancos, como cualquier otro agente económico, se hallan tentados a desarrollar una estrategia financiera potencialmente muy rentable pero también enormemente peligrosa: endeudarse a corto plazo e invertir a largo plazo. Los tipos de interés a corto plazo suelen ser muy inferiores a los tipos de interés a largo plazo (de ahí los diferenciales positivos por plazo que exhibe la curva de rendimientos en su forma normal), de manera que resulta rentable arbitrarlos. Evidentemente, el riesgo de semejante operación es también muy elevado: si pido prestados 100.000 euros a un día y los invierto a 30 años, deberé refinanciar ese crédito de 100.000 euros todos los días del año durante 30 ejercicios; en caso de que un solo día fracase en el intento, no podré hacer frente a mi deuda y deberé liquidar (previsiblemente con pérdidas) mi inversión todavía no rentabilizada a 30 años.
Debido a estos muy altos riesgos y a pesar de las notables oportunidades de ganancia, la práctica totalidad de familias y empresas evita desajustar el plazo de sus activos y de sus pasivos: los plazos a los que recaban financiación suelen estar vinculados con el período de recuperación de las inversiones que proyectan emprender con esa financiación. Hay, empero, una notable excepción a esta regla prudencial: los bancos. La banca se financia mayoritariamente mediante pasivos a corto plazo (de manera paradigmática, los depósitos) e invierte en activos a muy largo plazo (hipotecas, préstamos empresariales, etc.). De hecho, su principal fuente de beneficios es ésa: el margen de intermediación entre su activo (a largo plazo) y su pasivo (a corto plazo). ¿Cómo es posible que la banca se atreva a hacer aquello que nadie más osa intentar? Pues porque los bancos tiran con pólvora del Rey: los privilegios que durante décadas les ha ido otorgando el Estado los blindan frente a las consecuencias adversas que tendería a generar su imprudente comportamiento.
Por un lado, los bancos cuentan con acceso privilegiado a una institución estatal —los bancos centrales— cuya misión es, justamente, la de garantizar que no se interrumpa el flujo de refinanciación a corto plazo que reciben. Los bancos centrales actúan como prestamistas de última instancia y, de ese modo, anestesian el enorme riesgo de liquidez que existe en toda estrategia de descalce de plazos. ¿Qué sentido tiene captar financiación a largo plazo (cara) cuando uno puede acogerse a la financiación a corto plazo (barata) con la completa confianza de que el banco central garantizará el roll-over permanente de la deuda a corto?
Por otro, los bancos también se hallan, explícita o implícitamente, protegidos frente al riesgo de insolvencia: los distintos gobiernos han mostrado reiteradamente su predisposición a rescatar a los acreedores de la banca en caso de que sus activos no alcancen a cubrir sus pasivos. De ahí que haya tantos inversores dispuestos a prestarle su capital a la banca: aunque ésta lo gestione fatal, es harto probable que terminen recuperando su dinero a costa de los contribuyentes.
Ambos privilegios estatales —disfrutados en exclusiva por las entidades de crédito— proporcionan a la banca una extraordinaria capacidad para captar volúmenes gigantescos de ahorro de familias y empresas con un perfil a corto plazo y adverso al riesgo. ¿Y dónde inmovilizan esos volúmenes extraordinarios de ahorro a corto plazo y adverso al riesgo? En inversiones a largo plazo y de elevado riesgo (“hipotecas subprime”, de manera ilustre en la última crisis). Es evidente, pues, que la banca contribuye a engendrar una descoordinación agregada entre ahorro e inversión: nuestras economías sistemáticamente emprenden proyectos productivos a más largo plazo y de más alto riesgo que aquellos que sus financiadores últimos (los ahorradores finales) están dispuestos a impulsar. Todo ello porque la banca —amparada por privilegios estatales— no realiza correctamente su labor de intermediación financiera: se lucra fomentando la sobreinversión de bienes de capital o el sobreconsumo de bienes duraderos (vivienda) a mucho mayor plazo y con mucho más riesgo que el que los ahorradores desean soportar. Tal sobreinversión dispara inicialmente la actividad económica (auge) pero su descoordinación de raíz con el ahorro termina abocándola a una ulterior contracción y reajuste (depresión).
Por desgracia, los privilegios estatales que fomentan tal comportamiento maniacodepresivo siguen ahí. Es verdad que las nuevas regulaciones de Basilea III tratan de corregir en algo esta fuerte inclinación de los bancos a deteriorar su liquidez descalzando los plazos de su activo y de su pasivo: por un lado, la ratio de cobertura de liquidez de Basilea III obliga a las entidades financieras a que dispongan de activos líquidos suficientes como para soportar un mes de suspensión de su refinanciación; por otro, la ratio de financiación estable neta exige que parte de las inversiones a largo plazo de la banca se hallen financiadas con pasivos también de largo plazo. Sin embargo, y pese a que el espíritu de la regulación está bien orientado, su desarrollo es harto deficiente (por ejemplo, se sigue permitiendo que los depósitos de la clientela se utilicen para sufragar créditos a largo plazo), sobre todo en un contexto en el que institucionalmente se continúa recompensando la imprudencia desestabilizadora de la banca.
En definitiva, diez años después de la crisis no hemos corregido los defectos más palmarios y devastadores de nuestra arquitectura financiera. La banca sigue siendo la misma industria mimada, privilegiada y protegida por el Estado que lo era hace una década y, en consecuencia, las mismas tempestades que desató entonces pueden volver a ser desencadenadas en cualquier otro momento futuro. La lección fundamental —que hemos de eliminar los múltiples privilegios legales de la banca— ni la hemos aprendido ni la hemos ejecutado.