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Secesión

por Laissez Faire Hace 7 años
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Los grupos son útiles para los individuos que los conforman (proporcionan seguridad, diversificación de riesgos y sociabilidad), pero también suelen ser fuente de conflictos internos: la diversidad (y a menudo incompatibilidad) entre los objetivos de cada uno de sus miembros provoca inevitablemente fricciones y tensiones que, de no resolverse, degeneran en violencia intestina.

Como ya teorizó Albert Hirschman, las formas de resolver los conflictos dentro de un grupo son fundamentalmente tres: salida, voz y lealtad. La salida supone la disolución o división del grupo: aquellas personas que ya no pueden convivir con otras personas se separan del grupo y emprenden un camino propio. La voz es un mecanismo democrático de resolver conflictos: en caso de discrepancias entre los miembros del grupo, cada cual intenta convencer al contrario y, en última instancia, todos aceptan la solución apoyada por la mayoría. Por último, la lealtad equivale a someter los intereses individuales a los intereses ontológicos del grupo: el grupo es más importante que sus partes por lo que cada individuo ha de subordinarse a la voluntad de éste.

Por ejemplo, si una determinada religión prohíbe a sus miembros las relaciones sexuales extramaritales, aquellos individuos que deseen mantenerlas sin exponerse a la sanción de la comunidad religiosa dispondrán de tres opciones: apostatar de la religión (salida); persuadir al resto de creyentes para modificar los preceptos de su fe (voz); o renunciar a las relaciones sexuales extramaritales por considerar que tal prohibición emana de Dios y que su voluntad prevalece sobre cualquier otro interés individual (lealtad).

Cada una de las tres estrategias para resolver los conflictos intragrupales da lugar a distintos sistemas políticos. La salida es el fundamento político del liberalismo: cada individuo integra aquellas agrupaciones que desea y sólo mientras lo sigue deseando (y lo deseará en tanto en cuanto las ventajas del grupo superen sus desventajas). La voz es el fundamento político de diversos sistemas que, en el caso más extremo, conducen al socialismo democrático: todo dentro del grupo es un asunto colectivo y todo es objeto de decisión colectiva. Por último, la lealtad es el fundamento político de las autocracias y oligarquías más diversas como las teocracias, las monarquías absolutas o los fascismos: los gobernantes —encargados de interpretar cuál es el interés supremo del grupo— son marcan las directrices a los que deben someterse todos los miembros del grupo.

El nacionalismo es un tipo de colectivismo que convierte en sujeto soberano de derecho a una construcción imaginaria a la que denomina nación. ¿Qué es la nación? Una extensión de la tribu superadora de sus restrictivos lazos de parentesco. Conforme las sociedades desbordan el reducido tamaño de las tribus, sus integrantes elucubran posibles características alternativas a la sangre capaces de generar lazos de empatía entre ellos: una lengua común, una cultura común, una religión común, una historia común, un origen común, un proyecto común, etc. A ese conjunto de elementos compartidos —siempre definidos de manera vacua, ambigua y disputada— se le terminó llamando nación: unidades de destino para todos los nacionales que las conforman.

De acuerdo con el nacionalismo, la nación prevalece sobre cada uno de sus nacionales y, por tanto, los derechos más fundamentales de esos nacionales se hallan necesariamente subordinados a los de la nación. La lealtad a la nación (el espíritu nacional) es el principal valor que debe cultivar todo nacional que se precie, pues cada nacional vive para contribuir a realizar el destino histórico de su nación. Es verdad que el nacionalismo puede incorporar ciertos elementos democráticos en su organización política (puede recurrir a la “voz” para resolver conflictos), pero siempre de manera limitada: si la nación es el fundamento de los derechos políticos de los nacionales, esos derechos políticos también se hallarán subordinados al interés nacional (por ello, por ejemplo, aquellas personas que residan en el territorio de una nación, pero no hayan adquirido la nacionalidad, carecen de derechos políticos plenos).

El nacionalismo español —como el francés, el alemán o el italiano— dejó bien su apuesta por la exigencia de lealtad, frente a la posibilidad de salida, desde el mismo comienzo de su texto constitucional: la soberanía reside en la nación (artículo 1.2) y tal nación es indivisible (artículo 2). Es decir, aquellos españoles que deseen dejar de ser españoles para asociarse entre ellos en una nueva comunidad política alternativa al Estado español carecen de derecho a hacerlo. Los conflictos que emerjan entre los españoles se resuelven o bien mediante la voz o, en última instancia, mediante la lealtad a España. La salida (la secesión) queda excluida, de modo que aquellos que se sienten oprimidos o bien por el voto mayoritario (tiranía de la mayoría) o bien por un ideal nacional en el que no se autorreconocen (imperialismo), sólo cuentan con una vía para liberarse de la autopercibida opresión y para poner fin al conflicto: la rebelión.

Evidentemente, a poco que consideremos indeseable la rebelión (la guerra intestina), habrá que proporcionar la alternativa de la salida a aquellas personas cuyos proyectos de vida se ven pisoteados o por voces ajenas o por lealtades impropias. Es decir, toda comunidad política que verdaderamente exista para resolver los conflictos de intereses entre sus miembros —y no para que unos miembros parasiten a otros— debe dejar una vía abierta a la salida: a la secesión. El liberalismo se preocupa por las personas, no por las razas, ni por las naciones ni por los dogmas religiosos: por eso reconoce derechos inalienables a cada persona que no sólo son independientes de su adscripción nacional sino que incluso actúan como defensa frente a la arbitrariedad del grupo nacional. Y el principal de esos derechos es la salida: la libertad de asociación y de desasociación. También en el ámbito político. De hecho, sólo aquellos grupos que se mantienen unidos pudiendo disolverse son grupos verdaderamente cohesionados en torno a su funcionalidad: los que se mantienen unidos merced al miedo, la amenaza o la coacción son grupos internamente endebles y disfuncionales.

Muchos catalanes desean secesionarse del Estado español pero éste no se lo permite porque les exige lealtad a la soberanía nacional española: “unos pocos no pueden decidir sobre lo que es de todos, esto es, sobre el destino de la nación”. El argumento debería ser inaceptable para cualquier liberal, por cuanto quienes se secesionan sólo deberían decidir sobre su propio destino individual, no sobre el de los demás: y nadie debería arrogarse competencias sobre un destino distinto al suyo. Los secesionistas reclaman aparentemente “salida”, mientras que los unionistas reclaman “lealtad”.

En la práctica, sin embargo, lo que desgraciadamente reclaman la mayoría de secesionistas —pues no sólo son secesionistas, sino también nacionalistas catalanes— no es salida, sino lealtad a un grupo nacional distinto: el “pueblo español” no les vale como sujeto soberano de derecho, pero el “pueblo catalán” sí. Basta con leer el artículo 2 de la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República: “La soberanía nacional reside en el pueblo de Cataluña, del cual emanan todos los poderes del Estado”. Un calco del artículo 1.2 de la Constitución española.

Así pues, por lo que protestan los nacionalistas catalanes no es por que el Estado español no admita la salida, esto es, por que no admita procesos de autoorganización política orientados a conformar comunidades consensuales suficientemente funcionales (con capacidad para resolver los problemas típicos de coordinación de la acción colectiva). Su protesta pasa por disputar la identidad del pueblo elegido para gobernar soberanamente sobre las personas. El nacionalismo español parte de premisas morales erróneas, pero el nacionalismo catalán también.

La solución a la más que cierta voluntad de secesión de un amplísimo número de catalanes no pasa por utilizar la ley positiva como rodillo para imponer la lealtad hacia España. Si de verdad nos preocupamos por las libertades de todas las personas (y no por la unidad trascendente del pueblo español), no es de recibo mantener forzosamente anexionados a quienes, con plena legitimidad moral, desean integrar un marco institucional distinto del que proporciona el Estado español. Por eso es necesario articular procedimientos que permitan canalizar, con las necesarias garantías y trámites, el derecho de separación política.

¿Qué garantías son necesarias? La garantía básica es que se respete el derecho de secesión política de cada ciudadano: es decir, los catalanes que deseen independizarse de España han de poder independizarse de España, pero los catalanes que deseen seguir formando parte de España —o que deseen separarse de Cataluña para conformar una tercera comunidad política— también han de poder hacerlo. No sólo conculcan el derecho individual de separación política quienes impiden a otros separarse de su grupo actual, sino también aquellos que obligan a otros a formar parte de un nuevo grupo que no desean integrar: reclamar que el Estado español respete el derecho individual de secesión significa que debe respetar (y hacer respetar) ambas manifestaciones del mismo.

¿Qué trámites son necesarios? En esencia, las disposiciones transitorias que regulen el reparto de los activos y de los pasivos actualmente comunes así como de las obligaciones resultantes del propio proceso de separación política (las cuales, por cierto, volverían la creación de comunidades políticas unipersonales en una aspiración demasiado costosa para que llegara siquiera a plantearse, pero sí permitirían, en cambio, la constitución de comunidades políticas funcionales de un tamaño análogo al de Liechtenstein o Andorra, o de pequeños enclaves asociados al Estado español o al catalán).

Con todo ello no pretendo sugerir que la regulación del derecho individual de separación política —con los necesarios trámites y garantías— sea algo sencillo de conseguir (la Ley de Claridad canadiense es, por ejemplo, un paso en la buena dirección pero insuficientemente desarrollada). Sin embargo, las dificultades técnicas no deberían servir como excusa para institucionalizar su cercenamiento radical. Tanto la Constitución española como la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional catalana yerran a la hora de enrocarse en sus respectivas soberanías nacionales para limitar las libertades de sus ciudadanos. Ambos fallan por exigir a los disidentes “lealtad” en lugar de simplemente permitirles la “salida” jurisdiccional. Es hora de habilitar legalmente la salida.


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