Durante los años más duros de la crisis económica, uno de los asuntos que copó la mayor parte de la atención mediática en España fue el de los desahucios. El drama por el que atravesaban miles de familias españolas llegó a calificarse de emergencia social, crisis humanitaria o crimen insoportable. Incluso algunos activistas del momento, como Ada Colau, construyeron sus carreras políticas dando la batalla contra los lanzamientos por impago hipotecario.
Durante los últimos años, sin embargo, los desahucios han desaparecido de la práctica totalidad de las portadas de los periódicos y de los noticiarios televisivos: como si hubiéramos sufrido un absoluto apagón informativo, tan acuciante y desesperante emergencia social ya no recibe atención mediática alguna, ni para bien ni para mal. ¿Por qué un giro tan radical en los acontecimientos?
Pues porque, en esencia, los desahucios también han superado la crisis y, por tanto, ya no son susceptibles de instrumentación política. Si acudimos a las estadísticas que ofrece el Consejo General del Poder Judicial nos será fácil comprobar que el número de ejecuciones hipotecarias se ha desplomado durante los últimos ejercicios, hasta regresar a los niveles previos a la crisis económica.
En particular, el número de ejecuciones hipotecarias cerró 2016 con la cifra de 48.410, inferior a los 58.686 registrados en 2008 y un 40% menores a la alcanzada al inicio de la recuperación, en 2014.
En verdad, la evolución real resulta aún más positiva de la que constatan los datos del Consejo General del Poder Judicial. Primero, porque no todas las ejecuciones hipotecarias concluyen necesariamente en un lanzamiento: por ejemplo, en 2016 sólo lo hizo la mitad. Segundo, porque las estadísticas del CGPJ incluyen las ejecuciones hipotecarias de todo tipo de bienes inmuebles, incluidos las fincas rústicas, los solares o las fincas urbanas propiedad de empresas. Si acudimos a los datos del INE (únicamente disponibles a partir de 2014), descubriremos que, en el segundo trimestre de 2017, las ejecuciones hipotecarias sobre viviendas cuyo titular era una persona física apenas se ubicaron en 3.652, un 71% inferiores a las 12.429 registradas en el segundo trimestre de 2014 (y ni siquiera dentro de esta estadística se diferencia entre ejecuciones hipotecarias sobre viviendas principales y sobre segundas viviendas). La discrepancia entre las cifras del CGPJ y el INE es harto lógica: la hipoteca constituida sobre la vivienda familiar deja de pagarse mucho más tarde que la constituida sobre otro tipo de bienes.
Con todo, acaso se arguya que las ejecuciones hipotecarias sobre viviendas se han desplomado porque ya no quedan viviendas en propiedad que expropiar en España: una amplia mayoría social de españoles, podría afirmarse, ha perdido su casa a manos de los bancos y, por consiguiente, ya restan pocos a los que quitarles sus hogares. No obstante, de nuevo, la realidad encaja mal con semejante diagnóstico: desde que comenzó la crisis, el número de familias que residen en una vivienda en propiedad ha aumentado en 775.000. Esto es, pese a los numerosos desahucios practicados en los últimos ejercicios, hoy hay más hogares con viviendas en propiedad que antes de que arrancara la crisis.
Es verdad que, entre 2007 y 2016, el porcentaje de familias con vivienda en propiedad ha caído ligeramente (desde el 80% en 2007 al 77% en 2016), pero buena parte de esa reducción se explica por el incremento en el número de familias y por la renuencia de esas nuevas familias (o incapacidad, derivada de la precariedad laboral) a comprar un inmueble tras la fortísima burbuja recién experimentada.
En definitiva, los desahucios han perdido actualidad porque, merced a la creación de empleo y al progresivo crecimiento económico, también han superado la crisis. En parte es comprensible que los medios de comunicación y los partidos políticos centren su atención en un determinado problema cuando éste se halla en su peor momento, pero si tan dramática, desesperada y criminal era la situación experimentada en 2013 o en 2014, no habría estado de más que esos mismos medios de comunicación y partidos políticos se felicitaran actualmente por el hundimiento del número de esos desesperados dramas criminales. Que, en lugar de emplear la feliz coyuntura para propagar las buenas noticias que en el pasado decían ambicionar, se dediquen a esconder en silencio la bandera que izaron para capitalizar electoralmente el descontento social, sólo ilustra —otra vez— que muchas formaciones sólo trataron de politizar el dolor en su propio beneficio.