Un Estado puede verse empujado a abonar una moneda que no controla en dos tipos de situaciones. Por un lado, cuando su sistema bancario no dispone de suficientes reservas como para atender todos los reembolsos: en tal caso, los Estados suelen optar por redenominar todas las deudas de su sistema bancario en una nueva divisa que ellos mismos emitan para así imprimir tanta como se requiera. Por otro, cuando ese Estado es incapaz de financiar su déficit público: si, en esas circunstancias, el gobierno se enroca en no recortar los gastos o en no subir los impuestos, su única vía para hacer frente a un volumen de gastos estructuralmente superior al de sus ingresos sería adoptar una nueva divisa e imprimir tantas unidades de la misma como él mismo necesite para cubrir su déficit.
Ahora bien, no pensemos que, ni en un caso ni en el otro, estamos ante soluciones mágicas: hacer frente a los pagos (de los bancos o del gobierno) con una multiplicación de la cantidad de una nueva divisa sólo depreciará su valor y, en consecuencia, menguará la magnitud real de los importes nominales recibidos por los acreedores. Por ejemplo, a lo largo de 2002, los bancos argentinos salieron el corralito decretado por De la Rúa a finales de 2001 mediante el corralón impuesto por el gobierno de Duhalde: a saber, se autorizó a la banca a pagar con pesos sus depósitos denominados en dólares (y a hacerlo a un tipo de cambio de 1,4 pesos por dólar, cuando el tipo de cambio real oscilaba entre 3-4 pesos por dólar); en otras palabras, los argentinos cobraron el 100% de sus depósitos, sí, pero recibieron un valor real inferior a la mitad del que realmente les adeudaban las entidades financieras.
Siguiendo esta lógica, un Estado catalán independiente podría verse forzado a salir del euro y a adoptar una nueva moneda si lo necesitara o bien para evitar un corralito bancario o bien para financiar su déficit público. Como ya explicamos, después del traslado de la sede social de Sabadell y de Caixabank a Alicante y Valencia, la posibilidad de un corralito bancario se reduce significativamente (aunque no desaparece por entero): ambas entidades, merced a su “nacionalidad” española, podrán continuar enchuchadas a la respiración asistida del BCE para así hacer frente a la eventual retirada de buena parte de sus depósitos en Cataluña.
Distinto es el caso del déficit público de un Estado catalán. Si éste no consigue financiación para su déficit y, pese a ello, se niega a efectuar un ajuste de caballo, abandonar el euro (o establecer un sistema de divisas paralelas, al estilo de los patacones argentinos o de los ‘dracmacones’ proyectados por Varoufakis) sí resultará imperativo. ¿Cuán probable resulta este escenario?
A finales de 2016, la Generalitat cargaba con un déficit público de 1.974 millones de euros, apenas el 0,94% de su PIB. Si éste fuera el agujero de un Estado catalán independiente, no resultaría especialmente difícil de manejar. Sin embargo, se trata de un número que nada tendría que ver con el real. Esencialmente por dos razones: por un lado, un Estado catalán independiente tendría que hacer frente a muchos más gastos que ahora (debería asumir todos los servicios básicos que hoy desempeña la Administración central); por otro, un Estado catalán independiente también tendría muchos más ingresos que ahora, tanto porque se haría cargo de tributos no cedidos cuanto porque dejaría de efectuar transferencias fiscales al resto de España.
¿Cuál sería el saldo neto de ambos efectos? En circunstancias normales, todo apunta a que el saldo neto sería favorable para el Estado catalán independiente: un informe efectuado por la Generalitat catalana estimaba que la ganancia fiscal de la independencia rondaría los 11.200 millones de euros (algo más del 5% del PIB catalán). Es verdad que podríamos considerar que semejante informe se halla radicalmente sesgado a favor de las tesis independentistas, pero no olvidemos que el Ministerio de Hacienda, en las balanzas fiscales que elabora cada año, cifra el déficit fiscal catalán (después de haber deducido el valor de los servicios que el gobierno central desempeña en la región) en 10.044 millones de euros (el 5% de su PIB). Es decir, aun cuando el déficit fiscal catalán no mide exactamente la ganancia fiscal que obtendría un Estado catalán independiente (pues puede haber duplicidades o diferencias de costes en los servicios prestados), ambas magnitudes sí miden algo muy parecido y, pese a haber sido elaboradas por equipos distintos, se hallan muy cerca la una de la otra. Por tanto, en circunstancias normales sí cabe pensar que un Estado catalán independiente dispondría de un significativo superávit presupuestario y, en consecuencia, no necesitaría abandonar el euro.
Sucede, empero, que las presentes circunstancias no son normales. Una declaración unilateral de independencia no sería reconocida por el Estado español, que trataría por todos los medios (incluidos probablemente los militares) de sabotear su naciente administración. Asimismo, es dudoso que un porcentaje significativo de la sociedad catalana (aquel que no es independentista) reconociera la legitimidad del nuevo Estado catalán y que, por consiguiente, aceptara siquiera pagar sus impuestos a la nueva Hacienda catalana. Por no hablar del negativo efecto fiscal que arrojaría la deslocalización de empresas y trabajadores desde la región independizada unilateralmente. En esas circunstancias extraordinarias, cualquier previsión de ingresos y gastos basada sobre la hipótesis de un normal funcionamiento de la economía y de la administración fiscal resulta del todo voluntarioso. ¿Qué pasaría entonces dentro de ese clima extraordinario?
Nadie dispone de una bola de cristal como para anticipar cuál sería el saldo fiscal de una declaración unilateral de independencia. Lo que toca, en consecuencia, es plantear diversos escenarios sobre qué es verosímil que suceda: y uno de tales escenarios, evidentemente, es que el Estado catalán independiente nazca con en un fuerte déficit público. A la postre, no sería nada sorprendente que la recaudación de ese Estado catalán independiente asediado por el Estado español, repudiado por una parte de su población y sostenido sobre una economía desestabilizada viera caer su recaudación entre un 15% y un 20% con respecto a las cifras esperadas: y en tal supuesto —diría que no especialmente catastrofista— el déficit podría ubicarse entre el 3% y el 5% de su PIB.
Por tanto, la cuestión dentro de este escenario verosímil (no inevitable, pero sí posible) pasaría a ser la de si el Estado catalán lograría financiar tal desequilibrio presupuestario en los mercados financieros. Y aunque cabe aducir razones por las que sí lo conseguiría —si el Estado catalán repudiara su parte correspondiente a la deuda pública española, apenas arrancaría con unos pasivos equivalentes al 35% de su PIB, lo que le convertiría en un riesgo muy atractivo—, también cabe en muchas otras razones por las que fracasaría —se trataría de un Estado naciente e inestable, que acaba de efectuar un default y que no es reconocido ni por sus Estados vecinos ni por una parte de su ciudadanía—. Nuevamente, el escenario de que el Estado catalán fuera incapaz de financiar su déficit público durante sus primeros trimestres de vida no resulta ni mucho menos descartable: forma parte de los distintos futuribles a los que perfectamente puede enfrentarse la nueva administración.
Y entonces, si se conjugara un déficit público cercano al 5% del PIB y un cierre de su acceso a los mercados financieros, ¿qué sucedería? Pues o bien el Estado catalán aprueba fortísimos recortes en sus partidas de gasto —algo que iría en contra de la ideología profunda de ERC y, sobre todo, de las CUP, amén de que generaría un abierto malestar entre todos aquellos ciudadanos que han apoyado el procés— o bien el Estado catalán tendría que salir del euro (o combinar el euro con otra divisa de emisión propia).
Este último supuesto, por cierto, entra dentro de los planes de contingencia de la Generalitat para gestionar una independencia no reconocida por el Estado español. En su informe sobre La viabilidad fiscal y financiera de una Catalunya independiente, la Generalitat reconoce que, durante los meses siguientes a la declaración unilateral de independencia, se podría ver forzada a financiar sus déficits emitiendo o “deuda pública por parte del Banco Central de Catalunya” o “bonos intercambiables por impuestos pendientes de devengar de los ciudadanos catalanes”. Es decir, o emisión de una nueva moneda (pasivos del Banco Central de Catalunya) o de “patacones” (bonos intercambiables por impuestos futuros).
En definitiva, creo que resulta innegable que, bajo ciertos escenarios nada descabellados, un Estado catalán independiente se vería forzado a abandonar el euro o a relegarlo a una posición secundaria dentro de su sistema monetario. Tan poco descabellados son esos escenarios, de hecho, que la propia Generalitat los contempla como posibles dentro de su itinerario hacia la independencia. Llegados a este extremo, la pregunta debería ser si aquellos ciudadanos que apoyan una declaración unilateralmente de independencia son conscientes de todos estos muy gravosos riesgos o si, en cambio, ni siquiera se han planteado su ocurrencia. Y es que, por desgracia, el debate público sobre la independencia de Cataluña ha estado contaminado, por ambos lados, de muchas más pasiones que razones: por eso, muchos ciudadanos han terminado conformando su opinión, tanto a favor como en contra, con una alarmante carencia de información sobre los riesgos y las oportunidades de un asunto tan crucial como éste. La DUI bien podría terminar convirtiéndose en un inconsciente salto al vacío para muchos de sus promotores.